Sobre el sofisma que se crea sobre el ideal de la igualdad
Javier Diéguez
Publicado en la revista Arbil, nº 94.
La igualdad democrática es un torpe remedo de la genuina justicia. Es un disparate aplicar los criterios de la justicia conmutativa a cuestiones que, en realidad, corresponden al ámbito de la justicia social o distributiva.La democracia es un régimen político que se basa en la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. La democracia pone fin, de esta forma, a cualquier privilegio que favorezca a un individuo o grupo social en detrimento de los demás. La igualdad política de todos los ciudadanos es el fundamento de toda igualdad social. Sólo un régimen que acepte y establezca un estado de igualdad absoluta entre todos los ciudadanos puede calificarse como democrático y, por ende, justo.
Todos los sofismas inducen a engaño precisamente en virtud de la parte de verdad que contienen. En este caso la justicia es más aparente que real, porque la gran virtud del igualitarismo reside en “salvar las apariencias”. De acuerdo con la inmortal fórmula ciceroniana, la justicia no es sino “constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuere”. El igualitarismo democrático remite a una proporción meramente aritmética, mientras que otorgar a cada uno su derecho, lo que en justicia le corresponde, exige un análisis más cercano a la proporción geométrica. Usando el célebre apotegma de Maritain, podríamos decir: Distinguir para unir. He aquí la clave de la justicia distributiva.
En efecto, los beneficios y las cargas sociales deben distribuirse atendiendo al mérito y a la necesidad, pero evidentemente no podemos realizar cómputos homogéneos entre unas y otras magnitudes. La vida, en cualquiera de sus estadios, supone organización, es decir, diferenciación funcional. Sólo en el reino mineral puede hablarse de una composición homogénea, pero a cambio de la ausencia total de vida.
La vida en sociedad requiere justicia, no sólo igualdad. La igualdad supone una aplicación de la justicia para supuestos en los que existe una identidad de razón. Cuando esa identidad no concurre, la igualdad es injusta, arbitraria y, aunque lo niegue, está imponiendo a toda la comunidad la carga de una serie de privilegios irracionales. Las leyes privadas o especiales – estatutos o privilegios – se justificaban históricamente en el desempeño de una función particularmente relacionada con el bien común. Extender un determinado régimen jurídico a una situación en la que no concurre la identidad de razón supone otorgar un privilegio absolutamente injustificado a quienes se encuentran en dicha situación.
Esta perversa interpretación lleva a extender el régimen jurídico propio de la familia – matri- munus: oficio o función de madre – a la mera convivencia en un mismo espacio físico de dos personas, incluso del mismo sexo. No acaba ahí el despropósito, sino que dado que es evidente que en ambos supuestos no se reúnen las condiciones para poder desarrollar correctamente la función de procreación y de educación de los nuevos miembros de la comunidad, se perpetra el crimen de entregar a dichas parejas – ¡¡¡ muy apropiado, por cierto, el término zoológico ¡¡¡ - a aquellos niños que han tenido la desgracia de perder a sus progenitores naturales por razones de muerte o negligencia de estos en el ejercicio de la patria potestad.
Lo mismo sucede en otros órdenes de la sociedad. La igualdad política desemboca fatalmente en la constitución de una casta de privilegiados: los tribunos del pueblo. Fuera del habeas corpus y de otras garantías como la inmunidad parlamentaria, nuestros ilustres próceres ostentan esta representación como un auténtico privilegio que les permite acceder a cargos y prebendas en plena igualdad con el resto de los ciudadanos que, en cambio, debemos concurrir a los correspondientes procedimientos selectivos para ocupar cualquier magistratura pública.
Finalmente, los beneficios sociales se acumulan a favor de quienes ejercen un cargo o función pública. Se trata, en definitiva, de una nueva perversión del sentido de la justicia, puesto que tener encomendada la tutela del bien común no implica en modo alguno tener que beneficiarse de las condiciones de trabajo que el progreso social plantea para el alivio de los problemas que se producen en las relaciones de trabajo propias de la sociedad civil. Con el paso del tiempo, la injusticia se consuma con la destrucción de toda iniciativa social que presente, en la práctica, un funcionamiento más eficiente en relación con el bien común, sobre la base de que el aparato burocrático del Estado resulta más social por más político.
El fin del buen gobierno, sin embargo, no es una sociedad igualitaria, sino una sociedad justa, que recompense convenientemente el servicio al bien común, imponiendo deberes cualificados a quienes cuenten con mayor capacidad y acudiendo en auxilio de quienes no puedan hacer eficaz su propio esfuerzo.
El derecho de cada uno es el reverso de su deber. La condición de supervivencia de cualquier sociedad es que la autoridad que la rige no se limite a repartir derechos, sino a distribuir en la adecuada proporción las cargas y los beneficios sociales. La proporción adecuada es la que guarda relación con el bien común, que atiende al bien de todos y cada uno de los miembros de la comunidad respetando las exigencias provenientes de la propia naturaleza del ser humano, y constituye, por esta razón, el fundamento de la Legitimidad en el ejercicio del poder político.
La igualdad democrática es un torpe remedo de la genuina justicia. Es un disparate aplicar los criterios de la justicia conmutativa a cuestiones que, en realidad, corresponden al ámbito de la justicia social o distributiva. Sin embargo, esto es lo que hace el liberalismo desde hace más de dos siglos, y a quien lo impugna se le tacha de reaccionario. Un mínimo análisis de la cuestión lleva a conclusiones diametralmente opuestas: son los demócratas los que se enfeudan a una recua de ínfulas y privilegios antisociales con los que logran satisfacer egoísmos inconfesables.
Todos los sofismas inducen a engaño precisamente en virtud de la parte de verdad que contienen. En este caso la justicia es más aparente que real, porque la gran virtud del igualitarismo reside en “salvar las apariencias”. De acuerdo con la inmortal fórmula ciceroniana, la justicia no es sino “constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuere”. El igualitarismo democrático remite a una proporción meramente aritmética, mientras que otorgar a cada uno su derecho, lo que en justicia le corresponde, exige un análisis más cercano a la proporción geométrica. Usando el célebre apotegma de Maritain, podríamos decir: Distinguir para unir. He aquí la clave de la justicia distributiva.
En efecto, los beneficios y las cargas sociales deben distribuirse atendiendo al mérito y a la necesidad, pero evidentemente no podemos realizar cómputos homogéneos entre unas y otras magnitudes. La vida, en cualquiera de sus estadios, supone organización, es decir, diferenciación funcional. Sólo en el reino mineral puede hablarse de una composición homogénea, pero a cambio de la ausencia total de vida.
La vida en sociedad requiere justicia, no sólo igualdad. La igualdad supone una aplicación de la justicia para supuestos en los que existe una identidad de razón. Cuando esa identidad no concurre, la igualdad es injusta, arbitraria y, aunque lo niegue, está imponiendo a toda la comunidad la carga de una serie de privilegios irracionales. Las leyes privadas o especiales – estatutos o privilegios – se justificaban históricamente en el desempeño de una función particularmente relacionada con el bien común. Extender un determinado régimen jurídico a una situación en la que no concurre la identidad de razón supone otorgar un privilegio absolutamente injustificado a quienes se encuentran en dicha situación.
Esta perversa interpretación lleva a extender el régimen jurídico propio de la familia – matri- munus: oficio o función de madre – a la mera convivencia en un mismo espacio físico de dos personas, incluso del mismo sexo. No acaba ahí el despropósito, sino que dado que es evidente que en ambos supuestos no se reúnen las condiciones para poder desarrollar correctamente la función de procreación y de educación de los nuevos miembros de la comunidad, se perpetra el crimen de entregar a dichas parejas – ¡¡¡ muy apropiado, por cierto, el término zoológico ¡¡¡ - a aquellos niños que han tenido la desgracia de perder a sus progenitores naturales por razones de muerte o negligencia de estos en el ejercicio de la patria potestad.
Lo mismo sucede en otros órdenes de la sociedad. La igualdad política desemboca fatalmente en la constitución de una casta de privilegiados: los tribunos del pueblo. Fuera del habeas corpus y de otras garantías como la inmunidad parlamentaria, nuestros ilustres próceres ostentan esta representación como un auténtico privilegio que les permite acceder a cargos y prebendas en plena igualdad con el resto de los ciudadanos que, en cambio, debemos concurrir a los correspondientes procedimientos selectivos para ocupar cualquier magistratura pública.
Finalmente, los beneficios sociales se acumulan a favor de quienes ejercen un cargo o función pública. Se trata, en definitiva, de una nueva perversión del sentido de la justicia, puesto que tener encomendada la tutela del bien común no implica en modo alguno tener que beneficiarse de las condiciones de trabajo que el progreso social plantea para el alivio de los problemas que se producen en las relaciones de trabajo propias de la sociedad civil. Con el paso del tiempo, la injusticia se consuma con la destrucción de toda iniciativa social que presente, en la práctica, un funcionamiento más eficiente en relación con el bien común, sobre la base de que el aparato burocrático del Estado resulta más social por más político.
El fin del buen gobierno, sin embargo, no es una sociedad igualitaria, sino una sociedad justa, que recompense convenientemente el servicio al bien común, imponiendo deberes cualificados a quienes cuenten con mayor capacidad y acudiendo en auxilio de quienes no puedan hacer eficaz su propio esfuerzo.
El derecho de cada uno es el reverso de su deber. La condición de supervivencia de cualquier sociedad es que la autoridad que la rige no se limite a repartir derechos, sino a distribuir en la adecuada proporción las cargas y los beneficios sociales. La proporción adecuada es la que guarda relación con el bien común, que atiende al bien de todos y cada uno de los miembros de la comunidad respetando las exigencias provenientes de la propia naturaleza del ser humano, y constituye, por esta razón, el fundamento de la Legitimidad en el ejercicio del poder político.
La igualdad democrática es un torpe remedo de la genuina justicia. Es un disparate aplicar los criterios de la justicia conmutativa a cuestiones que, en realidad, corresponden al ámbito de la justicia social o distributiva. Sin embargo, esto es lo que hace el liberalismo desde hace más de dos siglos, y a quien lo impugna se le tacha de reaccionario. Un mínimo análisis de la cuestión lleva a conclusiones diametralmente opuestas: son los demócratas los que se enfeudan a una recua de ínfulas y privilegios antisociales con los que logran satisfacer egoísmos inconfesables.
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