Frente al vacío.
Reproducción íntegra de la conferencia pronunciada por Rajoy en el Círculo Financiero de La Caixa, por cortesía de Libertad Digital.
Un foro que honra a sus invitados porque es un prestigioso lugar de encuentro. Prestigioso por quien lo promueve, La Caixa, una institución centenaria, surgida de la sociedad civil, convertida hoy en una de las primeras instituciones financieras de España gracias a su dinamismo, a su independencia, al apoyo social que ha recibido allí donde ha abierto sus puertas y, sobre todo, al inteligente y tenaz trabajo de cuantos colaboran en ella.
Un Foro prestigioso, también, por quienes acuden a su convocatoria; les puedo asegurar que no es fácil encontrar una audiencia de este nivel. Y, por último, prestigioso por su demostrada apertura a todo tipo de voces y de ideas; en una época en la que, con frecuencia, se intenta imponer lo que podríamos denominar la “verdad oficial”, iniciativas como esta contribuyen al fortalecimiento de una democracia plena.
Según algunos comentaristas políticos mi presencia hoy, aquí, está cargada de “morbo”. Han dicho: “vamos a ver cómo afronta Rajoy un encuentro público con los directivos de La Caixa en las actuales circunstancias”. Pues bien, ya lo han visto: con la confianza, la naturalidad y, sobre todo, la cordialidad que imponen, por su forma de ser y de estar, los anfitriones.
Lo cierto es que cuando acepté hace meses la invitación para estar aquí hoy con ustedes no podía imaginar que esta comparecencia tuviera lugar en un momento tan —vamos a decir— especial en la vida de La Caixa. Probablemente cuando Ricard Fornesa la formuló, tampoco lo imaginaba. O sí. En cualquier caso, aquí estamos hoy los dos honrando nuestra palabra: él manteniendo su invitación y yo confirmando mi presencia.
Es obvio que, tras finalizar mi intervención, la primera pregunta que podría surgir del auditorio girará en torno a la cuestión en la que todos ustedes están pensando. Y dado que mi deseo es dirigir la atención de ustedes hacia otras cosas de las que quiero hablarles, prefiero no mantenerlos en vilo y despejar el tema cuanto antes.
Por lo tanto, antes de entrar en el tema de mi conferencia, quiero explicar —como cortesía debida al anfitrión y también a ustedes— cuál es mi posición ante el asunto que estas semanas atrae la atención del mundo económico y del político, a saber: la OPA lanzada por Gas Natural sobre Endesa.
Y empezaré por decir —no ya por cortesía, sino por convicción— que La Caixa es no sólo una entidad respetada y respetable, sino un ejemplo admirable de éxito en su desarrollo y expansión como intermediario financiero. Una historia de innovación y crecimiento que le ha permitido convertirse en una de las principales referencias financieras españolas, con presencia significativa en todo el país, con una brillante cuenta de explotación económica, pero también social y cultural.
Pero las Cajas, incluso las que están gestionadas de forma profesional, como es el caso del actual equipo rector de La Caixa, no dejan de ser unas entidades jurídicas bien distintas de las empresas privadas; entidades susceptibles de influencia política, de comportamiento regido por reglas distintas de las del mercado. Y en el caso de Cataluña, como luego explicaré, los riesgos de politización de las Cajas no tienen precisamente nada de teóricos. La profesionalidad del actual equipo que encabeza Ricard Fornesa no garantiza necesariamente la del que vaya a sucederle.
Por eso, en la valoración de esta OPA no podemos dejar al margen quién controla (o puede controlar) al que controla. Y tampoco podemos desatender –sobre todo- en qué situación queda la competencia, en qué situación quedan los consumidores y cómo contribuye esto a tener un sector energético más eficiente, más barato para los consumidores, y más seguro.
Permítanme decirles que, al referirme a estas materias, creo contar con cierto grado de legitimidad: la legitimidad que me otorga haber formado parte de un gobierno que, para defender a los consumidores y la libre competencia, puso unas condiciones a la proyectada fusión de Endesa e Iberdrola que aconsejó a sus respectivos órganos rectores renunciar a la misma.
La legitimidad que me otorga haber formado parte de un gobierno que, siguiendo las recomendaciones del Tribunal de Defensa de la Competencia, paralizó la unión de Hidrocantábrico y Fenosa.
La legitimidad que me otorga haber formado parte de un gobierno en el tiempo en el que la Comisión Nacional de la Energía prohibió la unión de Gas Natural con Iberdrola.
La legitimidad que me otorga haber formado parte de un gobierno que vio cómo frustraba, en sus inicios, el intento de Repsol por hacerse con Gas Natural e Iberdrola.
Como pueden comprender hubo presiones políticas para todos los gustos. Por ejemplo, el Gobierno Vasco se opuso frontalmente a la fusión de Endesa e Iberdrola y la Generalitat de Cataluña apoyó decididamente la OPA de Gas Natural sobre Iberdrola. Pero los criterios que predominaron fueron la defensa de la competencia y de los consumidores.
A mí me gustaría tener la seguridad de que esos mismos criterios se van a manejar ahora por el Gobierno en el momento de valorar esta operación. Me gustaría tener la seguridad tanto de que no hay interferencias políticas en el lanzamiento, como de que no las va a haber en la decisión regulatoria. Pero me lo están poniendo difícil, tanto algunos miembros del Gobierno que no saben disimular la sonrisa, como algunos medios de comunicación de observancia gubernamental que se apresuran a dar las claves políticas de la OPA.
También quiero decirles que no me parece bueno que se estén produciendo enfrentamientos en clave territorial por esta cuestión. La sociedad catalana debería reflexionar sobre las causas en las que se sustentan las suspicacias que una operación como esta ha despertado. Desechen de inmediato la idea que los recelos se deben al origen catalán de la misma; si esta fuera la causa, difícilmente podría explicarse, por ejemplo, que La Caixa sea hoy la primera caja de ahorros de Andalucía. Busquen, más bien, en las posturas, declaraciones, descalificaciones y disparates de algunos políticos que ostentan hoy el poder en Cataluña. No es Cataluña, ni los catalanes, los que suscitan rechazo, sino las actitudes de determinados sectores de su clase política.
En resumen, y para dar fin a esta cuestión, les digo que estaremos extraordinariamente vigilantes en defensa de la competencia, de los intereses de los consumidores, del desarrollo mejor de nuestro sistema energético y de la ausencia de interferencias políticas en los procesos empresariales. En última instancia, nos preocuparemos por que no se desande el camino que a lo largo de los ocho años que estuvimos en el Gobierno recorrimos para que los españoles tuvieran energía más barata, a través de la privatización de los operadores y la promoción de la competencia entre esos operadores privados.
Esta es la sustancia de nuestra posición. Que no es, ni mucho menos, una posición anti-catalana ni tampoco es una posición contra La Caixa. Es una posición, simplemente, a favor del mercado y a favor, sobre todo, de los consumidores.
Queridos amigos, me gustaría aprovechar esta ocasión para hacer una serie de reflexiones acerca del momento presente que vivimos en España y de su importancia histórica.
La evolución de todo tipo de acontecimientos en el mundo actual se define por dos conceptos básicos: globalización y rapidez en los cambios.
Pienso que todos somos ya conscientes de que lo que ocurre en cualquier parte del mundo acaba por influir en nuestras vidas. Las relaciones humanas son cada vez más estrechas en todos los ámbitos, no sólo los económicos, sino también los culturales, los científicos o los sociales.
La globalización incrementa los intercambios económicos, de conocimientos y de ideas. Y estos intercambios fructifican en innovaciones tecnológicas, empresariales, culturales y sociales.
Hace apenas diez años era inimaginable que casi el 40% de los españoles tuviesen un ordenador en su centro de trabajo o en su casa; y que conectándose a una red mundial pudiesen acceder a cualquier tipo de información de interés para ellos; o que cerca del 10% de la población residente en España fuese extranjera, con los enormes cambios en nuestra vida económica y social que ello comporta.
Son sólo dos ejemplos de las transformaciones sociales que un mundo global y cambiante promueve, pero a cualquiera de nosotros se nos ocurren muchísimos más: productos nuevos que compramos, comidas que hemos probado, hechos culturales que nos han impresionado...
En un supermercado se venden productos de medio mundo, en una tienda de ropa cada etiqueta procede de un país diferente, en los componentes de un automóvil está representado el mapamundi... Podemos leer en tiempo real la prensa de cualquier parte del globo; desde una carretera secundaria podemos telefonear a otro continente; las empresas pueden llevar una contabilidad centralizada y en tiempo real de todo un grupo que opere en decenas de países...
El éxito de una sociedad se medirá en los próximos años por su apertura y capacidad de adaptación al cambio. Creo que los últimos veinticinco años han sido los mejores de la historia de España en avances políticos, económicos y sociales. Los próximos veinticinco tienen que ser los mejores en integración mundial, adaptabilidad y dinamismo en todas las esferas de la vida.
No cabe duda de que España esta hoy más integrada en el mundo y en Europa de lo que estaba hace unos años, ni de que los pasos se han dado en la buena dirección. Por ejemplo, y ciñéndonos a aspectos exclusivamente económicos, la tasa de apertura de la economía española, es decir el peso del sector exterior en el PIB, pasó del 45% al 55% de 1995 a 2003.
Las empresas españolas han invertido en el exterior un total de 300.000 millones de euros desde 1996, lo que da idea del gran esfuerzo de modernización y de internacionalización que han llevado a cabo. Recíprocamente, nuestro país ha recibido 200.000 millones desde 1995 en inversiones productivas procedentes del resto del mundo.
Si en 1995 España tenía el 79% del nivel de vida medio de la Europa de los quince, en 2003 llegamos al 90%.
El camino es el adecuado. Pero ¿lo estamos recorriendo con suficiente rapidez?
Debemos tener una gran ambición para nuestro país. España debe alcanzar en la próxima década los niveles de vida de los países más avanzados de Europa, y lograr así el sueño de las últimas generaciones de españoles: ser un país de primera en Europa.
Pero no sólo necesitamos crecer. Todavía, a pesar de los extraordinarios avances de estos últimos años, nos queda un trecho que recorrer en materia de empleo. España tiene que alcanzar el pleno empleo en unos pocos años.
Y no sólo es importante tener empleo o ser capaz de dedicarse con éxito a una actividad empresarial o profesional; también lo es que esas actividades tengan futuro, es decir, que se encuadren en sectores cuyos productos o servicios sean cada día más demandados en España y en el mundo.
Para alcanzar estas metas es necesario jugar en la primera división mundial, por así decirlo, y además estar convencidos de que se van a ganar muchos partidos. Esto es, precisamente, lo que hacen los países más dinámicos del mundo.
Los cambios que provocan la globalización y las nuevas tecnologías en nuestra vida diaria son palpables. La globalización afecta tanto a los países desarrollados como a los países en desarrollo. Los países desarrollados —si quieren mantener sus niveles de bienestar, su empleo y sus altos salarios— deben mejorar sus capacidades para competir y especializarse en actividades de alto contenido tecnológico y de alto valor añadido. Los países en desarrollo tienen en la globalización su gran oportunidad para integrarse en la economía mundial, elevar su productividad y de esta forma mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos.
Tenemos ejemplos de éxitos y fracasos en todo tipo de países, lo cual está modificando los equilibrios de poder en el mundo. Entre los países desarrollados, Norteamérica ha sabido aprovechar sus ventajas tecnológicas y sus enormes economías de escala. En la Unión Europea los avances de Reino Unido, España, Irlanda y muchos de los nuevos miembros han sido muy importantes.
Entre los países en vías de desarrollo no podemos dejar de mencionar los casos de China, que se está convirtiendo en la fábrica del mundo, o India, con una notabilísima especialización en servicios, así como otras economías asiáticas. Esta incorporación de las grandes economías asiáticas a la economía globalizada explica la importante reducción de los índices de pobreza a escala mundial.
Pero no todas son historias de éxito. Hay otras zonas del planeta que no han sabido hacerse un hueco en este nuevo mundo globalizado. Japón lleva ya una década de estancamiento; muchos países europeos muy cercanos a nosotros ven crecer sus índices de desempleo; en Latinoamérica hay economías que a pesar de su riqueza de recursos no consiguen dar el salto, y el África subsahariana no encuentra su camino.
Este distinto comportamiento frente a la globalización explica por qué el eje de comercio mundial se desplaza paulatinamente del Atlántico al Pacífico; por qué emergen nuevas potencias políticas y económicas como China, y por qué Europa pierde posiciones en el mundo.
La capacidad de influir en el mundo brota del vigor económico. Es esta influencia la que permite que las cosas discurran en la dirección que a uno le conviene. Un ejemplo: el problema del efecto invernadero es un problema global para el que hay que buscar una solución global. Tener influencia sirve para que la solución que se acuerde sea la más favorable a tus intereses. Tener influencia sirve, también, para que las grandes empresas inviertan en tu país y generen más y mejor empleo. Tener influencia permite que tus problemas tengan prioridad.
El secreto para que un país pueda aprovechar al máximo las ventajas de la globalización es que sus empresas sean adaptables a un entorno en continuo cambio, se especialicen en productos altamente demandados y aprovechen las economías de escala que ofrece el mercado mundial. En definitiva, vender productos de alta calidad y bajo coste en el mayor número de mercados posibles.
El mundo va a seguir girando; la economía de los EE.UU. por ahora es la que más innova y más crece entre los países adelantados; China e India son las economías que más crecen y están liberando, con éxito, a más de 2.300 millones de personas del subdesarrollo.
El mapa económico mundial cambia a una velocidad vertiginosa. ¿Y mientras tanto? ¿Qué estamos haciendo nosotros como españoles? ¿A qué dedican nuestros gobernantes su capacidad de impulso político? ¿Estamos en lo que verdaderamente importa?
Parece que no. En el último año y medio España ha registrado el peor déficit exterior de su historia. Ni en los tiempos de la crisis del petróleo de los años 70, ni en los momentos previos a las devaluaciones de comienzos de los 90, el sector exterior español y la competitividad de nuestras empresas estuvieron tan deteriorados.
España está perdiendo tasa de apertura. Por primera vez en muchos años, España pierde cuota de mercado, no sólo en el exterior sino, sobre todo, en nuestro propio mercado interno.
En mi opinión, y me parece que no estoy sólo en esto, en estos momentos no estamos haciendo las cosas bien. Por muy rápida que vaya una bicicleta no se puede dejar de pedalear si queremos evitar que se caiga. Desgraciadamente el Gobierno actual no ha dado una sola pedalada y, de dar alguna, la da hacia atrás. Mientras, los demás siguen pedaleando.
Estamos perdiendo algunos pilares de la estabilidad macroeconómica (déficit exterior, crecimiento de los precios); ya nadie se acuerda de las reformas; todavía no sabemos, y ya es hora, cuál es el marco fiscal en el que nos moveremos en los próximos años; hay caos en la política de infraestructuras y todavía no sabemos si el Gobierno considera que la energía nuclear es buena o mala. De la educación, mejor no hablamos. Mientras el mundo dedica cada vez más esfuerzos para tener una educación de calidad, nosotros no disponemos todavía de reemplazo para la Ley de educación del PP que el Gobierno socialista derogó precipitadamente.
Este nuevo escenario global demanda unos gobernantes con ideas claras, capaces de unir el conjunto de la nación en torno a un proyecto y de impulsar y liderar el esfuerzo común. Si no aparecen, o se dedican a otra cosa, nos salimos del camino, acabamos discutiendo sobre lo insustancial y perdemos el tren de la Historia. Esto nos ha ocurrido en demasiadas ocasiones en los últimos dos siglos y no debiéramos volver a caer en ello.
Mientras discutimos si son galgos o podencos, si –por ejemplo- somos una nación o un cóctel plurinacional, nos estamos desviando de la ruta que deberíamos estar recorriendo en esta hora concreta.
Las características de esta nueva realidad global nos señalan que tenemos muchas cosas que hacer y que es preciso ponerse a trabajar cuanto antes. Por vía de ejemplo y sin salirnos del campo económico, nuestro comercio se dirige hacia las zonas del mundo de menor crecimiento en estos momentos y esta es una amenaza que hay que corregir con rapidez. El turismo, nuestra principal industria nacional, precisa de nuevos estímulos. Nuestras empresas industriales, especialmente las pequeñas y medianas, sufren la competencia cada vez más intensa de otras partes del mundo. Los españoles debemos poder competir no sólo con los países de nuestro tradicional espacio económico, sino con aquellos otros que están a miles kilómetros de distancia.
Pero no hay que ser fatalistas ni catastrofistas. Las cosas se pueden hacer de otra manera. Se puede gobernar centrando bien las prioridades. Lo que importa es fijar bien las metas, mantener el rumbo y gobernar el día a día pensando en los problemas concretos de los ciudadanos: impuestos, servicios públicos, infraestructuras, familia, vivienda, educación... y en los problemas de nuestras empresas: cómo exportar, reducir costes, competir...
A este respecto, nuestro país en su conjunto, y especialmente la acción política, debiera tener una especie de obsesión por la competitividad, porque adaptar nuestra sociedad a este mundo cambiante es una acción prioritaria.
Para que una sociedad alcance más altas cotas de bienestar ha de ser más eficiente y productiva. Todos los individuos e instituciones que componen esa sociedad tienen que buscar la excelencia, la mejora, y esto es mucho más verdad cuando se trata del poder público.
Las distintas administraciones debieran adecuar medios y estructuras para realizar eficientemente sus funciones. Sin embargo, ahora nos encontramos inmersos en un debate sobre el modelo de Estado que en lugar de buscar la racionalidad, azuza los sentimientos; en lugar de plantear como objetivos la competitividad, el bienestar y el éxito en un mundo globalizado, busca únicamente destruir el modelo de convivencia que más éxitos ha dado a nuestro país en toda su historia.
Y esto tiene consecuencias prácticas inmediatas: pensemos, por ejemplo, que en términos de eficiencia, un mercado dividido por diversas legislaciones económicas es claramente peor que un gran mercado con un marco regulatorio único.
La creación del Mercado Interior en la Unión Europea buscaba superar las limitaciones de los mercados nacionales, eliminando barreras arancelarias y estableciendo normas comunes que permitieran economías de escala y aumentar la eficiencia de las empresas.
La misma idea ha inspirado otros proyectos de integración supranacional de mercados como MERCOSUR o el acuerdo NAFTA; y el mismo espíritu impregna el funcionamiento de la OMC dirigida a la apertura de los mercados y su integración a escala mundial.
Si en este largo camino que estamos recorriendo en las instancias comunitarias y mundiales se da marcha atrás y comenzamos a adoptar normativas autonómicas diferenciales que rompan la unidad de mercado, se producirán en nuestro país consecuencias económicas en términos de menor eficiencia, menor crecimiento y menor tasa empleo.
Las reformas que hoy algunos nos quieren imponer condicionarán de forma irreversible la evolución futura de nuestra economía. Dar prioridad al hecho diferencial, aunque se trate de una diferencia artificial, en detrimento de la cohesión y la unidad de mercado, tiene indiscutibles efectos negativos sobre la actividad económica: los trámites burocráticos, como cualquier obstáculo añadido al quehacer de los agentes económicos, repercute en su productividad, dificulta una eficaz asignación de recursos y supone una rémora al crecimiento.
Es más, la ruptura de la unidad de mercado no sólo significa la creación de barreras artificiales entre las distintas comunidades autónomas, sino que ésta viene acompañada de una mayor arbitrariedad en la acción de gobierno de las distintas administraciones. Se legisla diferente, para ser diferente y para otorgar mucha holgura discrecional al poder público. Las normas no son tan claras como debieran, las definiciones se tornan imprecisas y los conceptos jurídicos demasiado abstractos; todo en aras de que los ciudadanos y las empresas tengan que pasar por un despacho oficial para satisfacer el ego, y algunas veces algo más que el ego, de un político o un burócrata.
Y esto no es una agorera profecía sobre nuestro futuro. La ruptura de la unidad de mercado es ya una realidad en algunos sectores como, por ejemplo, en la distribución comercial. Están proliferando legislaciones autonómicas de todo tipo y algunos piensan que cuanto más diferentes sean entre sí mejor. Un grupo empresarial del sector nos reconocía hace poco que era más fácil expandirse por Portugal que por España, ya que en ese país la legislación es única para sus diez millones de habitantes. Si embargo, en España, lo que en una Comunidad Autónoma es un supermercado, es una tienda de descuento en otra o una gran superficie en una tercera, con efectos diferentes en cada una de ellas. ¿Y qué decir de las normas de envasado o etiquetado?
Lo que ya es una realidad en estos sectores ¿lo será en el futuro también para las normas contables, fiscales o la inspección tributaria? ¿Tendrá una empresa de escala nacional que liquidar diecisiete veces el impuesto sobre sociedades? Y, por desgracia, la arbitrariedad y el intervencionismo en la vida económica se observa también en muchos otros ámbitos de la realidad social.
Llegados a este punto, no puedo dejar de referirme a la situación catalana. En primer lugar, porque estoy en Barcelona ante una audiencia de catalanes; y, en segundo lugar, porque Cataluña, tanto en el ámbito económico como en el político, social o cultural es un pilar fundamental del conjunto de España. Si en Cataluña las cosas van bien, España mejorará; si, por el contrario, en Cataluña las cosas van mal, en España no podrán ir bien.
¿Contribuyen hoy las administraciones públicas catalanas, sus gobernantes y sus actuaciones, a generar el necesario clima de adaptación a los cambios globales? ¿Se han elegido correctamente las prioridades? ¿Se han definido con claridad los objetivos necesarios? ¿Se impulsa a la sociedad catalana por el camino correcto? ¿Se está produciendo un debate libre y abierto sobre estas cuestiones?
Lo primero que sorprende de la actual situación de Cataluña es percibir que el peso del poder político resulta excesivo. Tanto que llega a parecer asfixiante y entorpece la viveza de una sociedad tan dinámica, tan creativa y tan innovadora como es la sociedad civil catalana.
Y que es que cuando los dirigentes de una sociedad exaltan por razones ideológicas las reacciones sentimentales e imponen una determinada manera de pensar, de sentir y de expresarse, lo primero que se daña es la libertad, incluida la libertad económica. El ciudadano ya no se atreve a decir lo que piensa ni a obrar como quiera, ni a permitirse iniciativas que disgusten al poder.
El pasado jueves, en el diario “La Vanguardia”, podíamos leer en un clarificador artículo del Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona, Francesc de Carreras, lo siguiente:
“Un país en el que se descalifica alegremente a los críticos, se les arrincona para que no molesten, casi se les despoja de su condición moral de ciudadanos, se enfrenta a la corta o a la larga con problemas, con serios problemas”.
Pues bien, mientras Cataluña siga atrapada por ese exceso de poder político del que hablaba, que todo lo impone y condiciona y desatienda las verdaderas prioridades de su sociedad, estará sembrando su futuro de problemas.
En un escenario como éste, o la sociedad civil se moviliza y reclama su verdadero protagonismo, o la política acabará adueñándose y controlando todos los ámbitos de la vida social y económica.
Y es que en el fondo lo que subyace es un afán desmedido de intervencionismo y control. Veamos, como ejemplo, el proyecto de Estatuto para Cataluña.
Como voy a referirme al proyecto de Estatuto, para evitar que algún político fundamentalista pierda su tiempo lanzándome invectivas por inmiscuirme en terrenos que de momento no me son propios, me apresuraré a decirles que mi posición personal sobre el texto articulado es exactamente la misma, repito, exactamente la misma, que la que el Grupo Parlamentario Popular ha defendido y defiende en el Parlament.
Ya sé que el Estatuto no es más que un proyecto que no ha pasado todavía, ni siquiera, el examen final en la cámara autonómica catalana. Pero su texto refleja perfectamente la intención última de sus promotores. No voy a referirme ahora a la España constitucional que defendemos la mayoría de los españoles. Tiempo habrá para hacerlo. Hoy solo quiero reafirmar su vigencia y su validez. Tampoco voy a centrarme en los artículos que el Consell Consultiu de la Generalitat ha considerado inconstitucionales, que son nada menos que diecinueve. Otros, como el propio PSC, consideran que son más de veinte; y no faltan expertos constitucionalistas que elevan la cifra a treinta, e incluso a cincuenta.
De momento, dejemos estos aspectos –no menores, por cierto- a un lado. Una lectura del texto articulado del Proyecto (cosa que les recomiendo vivamente) despeja cualquier tipo de dudas sobre el carácter intervencionista y, paradójicamente, “estatista” del mismo.
Debajo del envoltorio que representa la defensa de unos principios identitarios y soberanistas, se oculta la cruda realidad: el afán de los grupos políticos que lo impulsan pro controlarlo todo, por intervenir y mandar en todos los aspectos de la vida económica, social y cultural de Cataluña.
De lo que se trata, por tanto, es de incrementar la influencia y el poder de algunos grupos políticos sobre el conjunto de la sociedad. Dicho en otras palabras: multiplicar los límites y las condiciones para el ejercicio de la libertad en cualquier campo de la actividad humana.
La forma más suave de calificar la estrategia que se sigue para alcanzar este objetivo sería denominarla taimada. Taimada porque mediante el disimulo y el engaño se explotan los sentimientos de la ciudadanía en beneficio de unos pocos. Mediante el señuelo del debate y la confrontación en torno a lo identitario (“Cataluña es una nación”) se esconde la meta más auténtica: implantar un intervencionismo metódico y minucioso.
La verdadera esencia del Proyecto de Estatuto, más allá del engarce constitucional o no del mismo, es que busca una Cataluña encorsetada, dirigida y controlada hasta sus últimos extremos por unas minorías políticas, que aspiran a sacralizar un poder absoluto.
Por eso les recomendaba antes una lectura atenta de este Proyecto. No se dejen engatusar por aquellos aspectos sobre los que se ha querido centrar el debate y la polémica; léanlo entero y comprobarán de qué forma, a partir de ahora, se proponen algunos controlar las vidas, los proyectos, las empresas e incluso los sueños y esperanzas de los catalanes.
Una primera aproximación al Proyecto depara algunas pistas. Por ejemplo, la extensión del mismo: 218 artículos, 11 disposiciones adicionales, 4 disposiciones transitorias y 5 disposiciones finales. En su conjunto, cincuenta y cinco más que la Constitución Española, por no compararlo, por ejemplo, con una Constitución tan consolidada en el tiempo como la norteamericana a la que le bastan veintiséis artículos y veintisiete enmiendas.
¿A qué necesidad responde tal extensión? Al afán de dirigirlo todo, controlarlo todo, dominarlo todo.
El tiempo no me permite extenderme en los ejemplos, pero como estamos en el Foro Financiero de La Caixa, les citaré, al menos, dos artículos: el 117 y el 44.
El artículo 117 trata sobre las Cajas de Ahorro. Léanlo, déjense asesorar por alguien acostumbrado a interpretar textos normativos y llegarán, entre otras, a la siguiente conclusión: el sucesor de Ricardo Fornesa lo decidirá el gobernante de turno, posiblemente en el cambalache de un pacto por el reparto del poder.
El artículo 44, trata del ámbito socioeconómico; además de crear un marco específico y propio de relaciones laborales para Cataluña (no creo que haga falta explicarles a ustedes el efecto que esta medida puede tener sobre la competitividad de las empresas radicadas en esta tierra), dice en su punto 8 que la Generalitat “ha de promover la contribución social de las Cajas de Ahorro a las estrategias económicas y sociales de los diversos territorios de Cataluña” ¿Se imaginan la aplicación concreta de este precepto? ¿Se imaginan, por ejemplo, cómo puede afectar esta norma a la expansión de La Caixa fuera del territorio catalán?
No pretendo cansarles en demasía y me limitaré, por tanto, a estas dos pinceladas, entresacadas del texto del Proyecto de Estatuto por la relación que tienen con nuestros anfitriones. Pero ustedes mismos comprobarán tras su lectura que el conjunto del articulado rezuma el mismo afán intervencionista.
Todo esto responde a una estrategia concreta y bien diseñada. No es producto de una de esas astracanadas a las que algunos líderes políticos que sufre esta tierra nos tienen acostumbrados; tampoco proceden de esos arrebatos, esa especie de fiebre del sábado noche en el que el mañana no existe y, en consecuencia, todo atrevimiento parece permisible y cualquier desmesura alcanzable. De todo esto tenemos sobradas muestras, pero no es este el caso. Aquí hay una estrategia bien urdida para, utilizando los sentimientos más atávicos de los ciudadanos como cobertura, establecer un sistema intervencionista y de control sobre la sociedad catalana que haga depender todo del poder político.
Un Estatuto, cualquier Estatuto, debe ser un marco válido para todos y no erigirse en instrumento para generar un tipo determinado de sociedad. Un tipo de sociedad hecho a la medida de las ideologías de los grupos políticos que lo promueven.
Así las cosas, podemos preguntarnos: ¿Favorecen este tipo de debates, esta elección de prioridades, este plomizo silencio social, estas actuaciones de las instituciones públicas... favorecen la adaptación de Cataluña al proceso global de cambios acelerados en el que estamos inmersos? ¿Lo favorecen o lo obstaculizan?
Yo creo que constituyen un obstáculo de primera magnitud. Porque si esta dinámica estuviera acompañada, al menos, de una eficacísima tarea de gobierno, el mal sería menor; pero aquí parece que a todo lo que no sea ideología se le otorga un carácter secundario y sin importancia, ya sea la interconexión eléctrica con Francia, el cómo y el cuándo de la llegada del AVE a Barcelona, o el “cuarto cinturón”, por poner unos ejemplos referidos solo al campo de las infraestructuras.
Algunos pueden tener la tentación de pensar que, ante la irreversibilidad del proceso por la impotencia social para reconducirlo y transformarlo, lo mejor es dejar que los políticos sigan a su aire mientras el resto continúa “haciendo país”. Durante años una nación entera muy cercana a esta tierra cayó en esta tentación y, a pesar de su dinamismo social, lo ha pagado, lo está pagando y lo pagará a un precio inaceptable.
Vamos a terminar ya, señores. Me he centrado durante los últimos minutos en la situación catalana, pero en líneas generales podríamos extraer conclusiones muy parecidas si nos referimos al conjunto de España. Cuando no se acierta en las prioridades, cuando el rumbo es inadecuado, cada día que pasa se aleja más el objetivo necesario. Un objetivo que nos viene impuesto por las nuevas realidades globales y cuya culminación teníamos no hace mucho al alcance de la mano.
Porque los españoles sabemos que es posible crecer, prosperar, aumentar la ocupación, potenciar nuestro sistema de bienestar, adaptarnos al ritmo cambiante de los tiempos, ganar presencia internacional y, todo ello, a la vez.
Lo hemos demostrado hace poco tiempo y estoy convencido que podemos volver a demostrarlo. La necesaria rectificación se producirá si toda la sociedad se empeña y yo tengo el firme convencimiento de que así lo hará.
Porque los catalanes, en particular, y el conjunto de los españoles, en general, tenemos capacidad y ánimo suficientes para saber convertir los retos en oportunidades y las oportunidades en éxitos.
0 Comentarios:
Escribir un comentario
<< Volver al comentario más reciente