2005-11-21

VII Congreso Católicos y Vida Pública. Ponencia de Robert Spaemann

Destaca Análisis Digital varias interesantes críticas de intelectuales a los planteamientos actuales de nuestra sociedad, en el marco del VII Congreso de Católicos y Vida Pública, celebrado en la Universidad San Pablo - CEU: uno protagonizado por el filósofo Robert Spaemann que advierte que “la cristiandad europea está claramente atemorizada”, y el otro por don Aquilino Polaino que recuerda que "el cáncer del siglo XXI es el individualismo".


Ponencia del filósofo Robert Spaemann, catedrático emérito de la Universidad de Munich en el VII Congreso Católicos y Vida Pública (19 de noviembre de 2005)


El año pasado tuvo lugar en Bruselas una humillación de los ciudadanos cristianos de Europa como nunca antes había sucedido, y que esta humillación haya sido simplemente asumida y no haya conducido a una crisis purificadora de las instituciones europeas, ilumina con una luz inquietante la situación interna del corpus catholicorum en este continente. Todo sigue con el business as usual. ¿Qué había sucedido? El candidato presentado por Italia para Comisario europeo de Justicia, el ministro italiano Rocco Butiglione, fue obligado a renunciar a su candidatura. ¿Cuál fue el motivo?


En un hearing, le fue preguntado a Buttiglione por sus convicciones personales a propósito de la familia, de la posición de la mujer y de la homosexualidad. Respondió haciendo en primer lugar la distinción kantiana entre derecho y moral. No todas las normas morales pueden ni deben convertirse en normas jurídicas. No todo lo que consideramos mandamiento moral, puede ser mandado también jurídicamente e impuesto por el Estado. Buttiglione hacía propio el Estado moderno de derecho y de libertades. No obstante, también para este Estado de derecho existen obligaciones de tipo preestatal. Por ejemplo, el Estado tiene que tener en cuenta el hecho de que, por una parte, los niños necesitan a sus madres y crecen del mejor modo si las madres disponen de una cierta cantidad de tiempo para ellos, y de que, por otra parte, las mujeres tienen hoy más que antes el deseo de una actividad profesional fuera de casa. De modo que es una tarea del Estado preocuparse en la legislación correspondiente de una mejor compatibilidad de las obligaciones profesionales y familiares. Aunque no fuera por otra razón, la catastrófica situación demográfica obligaría a ello. Por lo que se refiere a la homosexualidad, a propósito de la cual se pidió también la opinión personal de Buttiglione, él condenaba la discriminación de personas homosexuales, pero se identificaba en sus convicciones personales con la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica, según la cual la tendencia homosexual es un defecto y su ejercicio práctico un pecado. Esta confesión fue el motivo del rechazo de su candidatura. Lo que significa, en alemán como en español, que un católico, cuyas convicciones coincidan con la doctrina moral de la Iglesia Católica, sólo por ese motivo no está calificado para ocupar un puesto de dirección en la Comunidad Europea. Hay que añadir que se trata de la doctrina moral de toda la tradición cristiana e igualmente de la tradición filosófica de Europa, incluida la época de la Ilustración. Y hay que añadir que, según los criterios aplicados en el caso Buttiglione, los padres fundadores de la nueva Europa tras la segunda guerra mundial no podrían ocupar ningún puesto de dirección en esta Europa. Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer eran, los tres, católicos ortodoxos.


Como se ha dicho, estos acontecimientos no han conducido a una crisis, porque la cristiandad europea está claramente atemorizada. Pero tanta más razón hay, por tanto, para repensar a fondo el estatus de los ciudadanos religiosos en el moderno Estado de derecho. Y digo: en el moderno Estado de derecho; no digo: en el estado secular, como se ha hecho muy usual hoy día. Quien caracteriza al Estado moderno como Estado secular, ha tomado ya partido por una posición. Se hizo muy claro recientemente en una artículo del conocido escritor y periodista alemán Jan Philipp Reemtsma en la revista “Le monde diplomatique”. El artículo se titulaba: ¿Tenemos que respetar a las religiones? La respuesta era: no. Tenemos que tolerar conciudadanos religiosos, lo queramos o no. Pero en un estado secular son y permanecen unos extranjeros. Con gentes que comparten la doctrina del Papa sobre la relación entre el derecho divino y el humano, sólo hay una tregua. Es un orgullo de una sociedad secular no reconocer ningún origen divino de la distinción entre malo y bueno, sino que se considera a sí misma como la creadora de esta distinción. Por ello, para los que defienden esta opinión, los cristianos, que no comparten este orgullo, son ciudadanos de un estado secular sólo en el sentido en que los árabes israelitas son ciudadanos del Estado de Israel. Por la naturaleza misma de las cosas, el orgullo de un Estado judío no puede ser su orgullo. Pues el Estado de Israel se define a sí mismo como un Estado judío. Así también, según la concepción de laicistas militantes como Reemtsma, el moderno Estado se define como Estado secular, que tiene por presupuesto la no existencia de Dios o la falta de toda consecuencia de su eventual existencia.


Merece consideración que Jürgen Habermas, en un artículo reciente sobre ciudadanos religiosos y seculares en un Estado moderno, renuncia explícitamente a definir al Estado moderno como Estado secular. Y precisamente por este motivo exacto: tal definición haría de los ciudadanos religiosos ciudadanos de segunda clase. Pero, ¿no nos encontramos en un dilema? ¿No está condenado al fracaso todo intento de neutralizar la oposición entre fe y no fe, y de ordenar la comunidad humana poniendo entre paréntesis la cuestión de la verdad? ¿Pueden los creyentes renunciar a convertir en legislación lo que consideren mandamientos de Dios, cuando lleguen a ser la mayoría en un Estado? Y al revés: ¿No es comprensible que increyentes rechacen una legislación, cuyos fundamentos no son plausibles para ellos?


¿Acaso no puede comprenderse que digan a los creyentes: nadie os obliga a abortar a vuestros hijos, a divorciaros, a establecer vínculos homosexuales, a visitar Peep-Shwos, a matar a vuestros parientes cuando la vida se les haga incómoda a ellos o ellos sean incómodos para vosotros? Nadie os dificulta que recéis, que vayáis a la Iglesia, que cuidéis gratuitamente a los enfermos de sida. Pero, por favor, permitid que otros hombres piensen de modo diferente que vosotros, y vivan como les guste.


La respuesta del Islam a este respecto es clara: el mandamiento de Dios no regula sólo la vida privada, sino también la pública. No permite tolerar una desobediencia pública a estos mandamientos y menos que se abandone la verdadera fe. Hace varios siglos, la respuesta de la Iglesia era muy semejante a la musulmana; pero hace mucho que ya no lo es. A algunos les parece que la posición actual de la Iglesia es un compromiso inaceptable con el secularismo. La respuesta musulmana parece tener la lógica de su parte. Y, si esto es así, entonces parece plausible que ciudadanos tanto cristianos como seculares vean en la extensión del Islam un peligro para la subsistencia de una sociedad libre, es decir, el peligro de la teocracia. Pero, ¿no quieren una teocracia también los cristianos, no quieren el reinado, el reino de Dios en la vida tanto privada como pública? Realmente sí lo quieren. Pero tienen también la palabra de Jesús ante Pilatos: mi reino no es de este mundo. Y Jesús dice esta palabra, para aclarar que él no quiere extender o defender este reino con los medios de los reinados terrenos. Con estos medios sólo se puede obligar a una obediencia exterior, mientras que a Jesús le importa el reinado sobre los corazones, la fe, que no se puede forzar. El libre asentimiento de la fe presupone que es posible también la increencia. La exigencia de la libertad religiosa no es un compromiso de la Iglesia con el mundo liberal, sino una exigencia que proviene del núcleo mismo del cristianismo. Por eso, una teocracia real no es una forma de Estado. Allí donde se comprende el reinado de Dios como una forma política de reinado, resulta consecuente, por ejemplo, que se castigue la blasfemia con la pena de muerte. Es el crimen mayor que existe; sancionarla con una pena menor, sería en sí mismo una blasfemia. En los Estados de libertad no se protege el honor de Dios. El honor de Dios no puede ser protegido políticamente; de hecho, su honor no sufre ningún daño en ningún caso. Lo que tiene pretensión de ser protegido, es la convicción religiosa de los ciudadanos. No se puede ofender públicamente aquello que es santo para ellos, sin ofender a los fieles. Y esta ofensa ha de tener una pena, pues es una injusticia contra hombres y contra conciudadanos. Pero no es la injusticia peor, y la pena adecuada no es la pena más severa de que dispone el Estado. El Estado moderno se refiere a la verdad siempre sólo indirectamente, y directamente sólo a las convicciones sobre la verdad.


En esto descansa la paz interior. Pues la verdad en cuanto tal es intolerante. Si algo es verdadero, lo contrario no puede ser también verdadero. Y así, Dios, tal como la Biblia lo entiende, también es intolerante: “No tendrás otro Dios fuera de mí”. Pero las convicciones sobre la verdad pueden coexistir unas con otras. Sus contenidos pueden excluirse, pero, en contra, su existencia como convicción es mutuamente compatible. Se trata de una distinción que ya hacía San Agustín, cuando escribía que ha de odiarse el error, pero amar al que yerra, y cuando hablaba de la paz, que es común a creyentes e increyentes, pax illis et nobis communis.


De todos modos, con ello no se resuelve sin más el problema de una comunidad ciudadana hecha de creyentes e increyentes; y menos aún en el caso de un Estado democrático. En el Nuevo Testamento, se amonesta a los cristianos a ser súbditos leales, e incluso en regímenes injustos. Durante 300 años se dejaron perseguir y matar por los emperadores romanos, y siguieron rezando por el emperador. Y esto lo practican hasta hoy. Recuerdo una pequeña historia de la antigua DDR. Yo había ido de visita en otoño. En aquel año había una buena cosecha de manzanas. Los bajos precios de mercado habrían conducido a que muchos dueños de un par de manzanos dejasen pudrirse la fruta en los árboles. Por eso, el Estado compró manzanas a un precio aceptable, para venderlas luego en los comercios estatales por debajo del precio de coste. En todos los hoteles había cestas con manzanas que se podían coger gratuitamente. ¿Cuál fue la consecuencia de este procedimiento antieconómico? Que las gentes vendían sus manzanas al Estado y luego las compraban en los negocios estatales a mitad de precio, para volvérselas a vender a los negocios estatales al precio oficial. Un párroco me comentó que sólo los cristianos no participaron en este juego, sino que se daban por contentos con la ganancia de una sola operación, ya que toda esta manipulación antieconómica estaba destinada claramente a servir al bien común. En estas ocasiones, los funcionarios comunistas sabían con toda precisión que los únicos con los que podían contar en casos semejantes era con los cristianos. Pero estos mismos cristianos seguían ahí cuando ya no quedaba ningún comunista en el poder. En la antigua Roma la persecución de los cristianos duró 300 años. Terminó con que el emperador se hizo cristiano.


En la democracia, las cosas se plantean de otra manera, aunque no totalmente. También aquí los cristianos son obedientes, mientras no se les pida algo que contradiga los mandamientos de Dios. Pero en la democracia, los creyentes, como los increyentes, no son sólo súbditos, sino también ciudadanos, y como ciudadanos parte del sujeto de la soberanía. No sólo están sometidos a las leyes, sino que son corresponsables de las leyes. No se pueden contentar con no hacer nada injusto, son corresponsables de la injusticia que permita el legislador, pues son parte del legislador, y, en una democracia, deben incluso esforzarse por ser la parte mayor posible. Tomás Moro fue canciller de un Rey preconstitucional. Como canciller, no podía sostener la política del Rey, separar a la Iglesia inglesa de la romana. Como persona privada podía callarse. Por eso dejó su cargo estatal y volvió a ser un hombre privado. En su boca no se encontró ninguna palabra crítica. Testigos falsos tuvieron que poner en sus labios palabras críticas, para que el Rey le cortara la cabeza. Tampoco los cristianos de los primeros siglos proclamaban públicamente su fe si no se les exigía. Simplemente, como Rocco Buttiglione, rechazaron renegar públicamente de su fe. En la democracia, ningún ciudadano puede abandonar su responsabilidad como lo pudo hacer Tomás Moro. Ya que puede hablar, hay situaciones en las que tiene que hablar. Pues somos responsables de las consecuencias de la falta de ejercicio de un derecho. Pero es propio de la democracia también que sean diferentes las opiniones sobre qué es lo mejor para el bien común, o incluso opuestas. En todo caso, la “soberanía popular” no es un mito. Un soberano tiene que saber lo que quiere. Pero no existe el pueblo, que sabe lo que quiere, sino que hay unos que quieren una cosa y otros que quieren otra. La mayoría decide, pero no porque tiene razón, sino porque es el único procedimiento indiferente a la cuestión de quién tiene razón, una pregunta que conlleva potencialmente el riesgo de la guerra civil. Para evitarla, Thomas Hobbes había escrito: non veritas sed auctoritas facit legem. No la verdad, sino la autoridad determina lo que es ley. Pero la autoridad en la democracia está en la mayoría. De todos modos, tras las experiencias de las dictaduras erigidas democráticamente, las democracias occidentales aprendieron a reconocer derechos fundamentales, cuya vigencia no proviene de una decisión mayoritaria, sino que, al revés, limita la voluntad de la mayoría. ¿En qué descansan estos derechos fundamentales? Son claramente derecho pre-positivo. En la constitución de mi país, estos derechos fundamentales no pueden ser cambiados por ninguna mayoría parlamentaria. Por el contrario, será inválida toda ley que, según el juicio del Tribunal constitucional, no concuerde con estos derechos fundamentales. Por desgracia, la praxis no responde siempre a esta exigencia, aunque, en principio, esté generalmente reconocida. Así, por ejemplo, el legislador alemán ignora desde hace años determinaciones concretas del Tribunal federal constitucional concernientes al aborto. En opinión de los defensores liberales de una sociedad secular, los derechos fundamentales, como todo derecho, provienen de la voluntad asociada de hombres. Si tal fuera el caso, estos derechos tendrían que poder ser abolidos. Y si ello está excluido por la Constitución, estaríamos ante una dictadura de los muertos, que codificaron estos derechos, sobre los vivos. Pero si estos derechos le corresponden al hombre independientemente de su voluntad, entonces tienen que ser de origen divino. Quien no cree en Dios, tendrá que considerarlos una ficción, quizá una ficción útil; o incluso necesaria. En todo caso, no se opondrá en modo alguno a una referencia a Dios en la Constitución de su país y de Europa. Si lo hace, cabe la sospecha de que quiera anclar menos sólidamente los derechos humanos. El ordenamiento jurídico ha de hacerse etsi Deus non daretur –como si Dios no existiese– , exigían los filósofos europeos del derecho en el siglo diecisiete. Lo que sea oportuno para el bien común y lo que no, tiene que poder mostrarse con la pura razón. Esta frase, sin embargo, se encuentra ya en Tomás de Aquino, que escribe: Dios no le ha mandado al hombre nada, que no sea bueno y beneficioso para el hombre por la naturaleza misma de las cosas.


Pero, por otra parte, está vigente lo contrario de la frase etsi Deus non daretur. Pues si el contenido de las normas morales así como el de los derechos fundamentales se sigue de la naturaleza de los hombres y puede ser aprehendido por la razón –“en el silencio de las pasiones”, como decía Diderot–, hay un vacío por lo que respecta a la vigencia de estas normas. Para el hombre, como persona, no está vigente una especie de autoridad de la naturaleza. Y tampoco existe ninguna autoridad natural de alguna mayoría de otros hombres sobre él, de la que no pueda emanciparse. Si deseamos que los hombres sigan su intuición moral y si queremos que algo así como los derechos humanos tengan vigencia independientemente de la voluntad de la sociedad, entonces tenemos que comportarnos en relación a ellos etsi Deus daretur, como si Dios existiese, como le decía recientemente al Papa la periodista italiana Fallaci, una atea confesante.


Tras todas estas consideraciones, el problema de la convivencia política de creyentes e increyentes parece resuelto. La razón nos enseña qué ordenamiento de las cosas humanas es bueno para el hombre. La fe en Dios nos da motivos para suponer tras este entendimiento de las cosas la voluntad de una autoridad incondicionada. El contenido de los derechos naturales nos es dado etsi Deus non daretur, la fuerza vinculante de esta percepción presupone el etsi Deus daretur.


Pero en realidad las cosas no son tan armónicas. La construcción ideal típica no refleja perfectamente nuestra realidad. En primer lugar, hay que precisar el concepto de creyente, el concepto de ciudadano religioso en contraposición con el secular. Pues hay diferencia si hablamos de musulmanes o de cristianos. Y es diferente si hablamos de creyentes en la revelación o de hombres que creen en la existencia de Dios, pero no en la revelación de su voluntad a través de un libro o a través de otros hombres. Normalmente, esta última categoría es ya bastante insignificante en el ámbito político, mientras que en la época de la Ilustración jugaba un gran papel. La mayoría de los llamados ilustrados en Europa no eran ni ateos ni agnósticos. Estaban de acuerdo con la idea cristiana de que existe un conocimiento puramente racional de Dios y de que Dios, como escribe el apóstol Pablo, inscribió sus mandamientos en el corazón de los paganos, también sin Sinaí y sin Evangelio. La Revolución francesa, en la época del poder jacobino, castigaba el ateísmo con la pena de muerte.


Los laicistas de hoy día, es decir los ciudadanos seculares de hoy, ya no creen en una religión natural y en un conocimiento natural de Dios. La Ilustración, surgida en el seno de la Iglesia, había combatido en nombre de la razón a la fe cristiana en la revelación. La diosa razón fue entronizada en el altar de Notre Dame en París. Hoy es la Iglesia quien defiende a la razón contra los autoproclamados herederos de la Ilustración. Fuera del cristianismo, la duda en la capacidad de la razón para conocer la realidad se ha convertido en la visión del mundo dominante. E igualmente la duda en la capacidad de la razón práctica para reconocer normas morales. Escepticismo y relativismo cultural son los paradigmas dominantes. Friedrich Nietzche había diagnosticado esta evolución hace ya un siglo. Su tesis era: la razón ha destruido la fe en Dios. Pero con ello ha destruido sus propios fundamentos, la fe en algo así como la verdad y en la posibilidad de su conocimiento. Si Dios no existe, entonces sólo hay perspectivas subjetivas, pero ninguna “cosa en sí”. Con ello se termina la Ilustración. Hoy son los cristianos quienes sostienen la capacidad de la razón human para alcanzar verdades universales, una posibilidad que ya negaba David Hume, cuando escribía: We never do one step beyond ourselves.


La fe en una revelación divina presupone una confianza elemental en la razón humana, una confianza que, sin embargo, como Nietzsche observó correctamente, implícitamente ya es una fe, que, como Nietzsche escribe, Dios es la verdad, que la verdad es divina.


En esto se funda la posibilidad de comprenderse con no cristianos en cuestiones referentes al ordenamiento humano de la vida. Los cristianos quieren una referencia a Dios en la Constitución de su país, porque sólo así se expresa que a los hombres no está permitido todo lo que puedan hacer, en el caso en que quieran darse a sí mismos por vía de mayorías un jus ad omnia, un derecho a cualquier cosa. Desean el reconocimiento de normas éticas “como si Dios exisistiese”, ya que no el de la existencia de Dios. Y esto significa simplemente el reconocimiento de una ley moral natural. Sólo con el fundamento de este reconocimiento es posible una pax illis et nobis communis, una convivencia pacífica de cristianos y no cristianos en un país.


Un reconocimiento semejante significa el sometimiento de deseos, intereses y preferencias individuales bajo un criterio común. Sólo en base a un criterio semejante es posible un discurso público en el que verdaderamente esté en cuestión el bien común, y en el que los argumentos no sirvan sólo al enmascaramiento de intereses. Los intereses chocarían entre sí, y se impondrían aquellos que fueran representados con mayor energía, aun cuando objetivamente no pudieran pretender tener el rango más elevado. Pero si el rango no es ordenado objetivamente, todo discurso racional es sólo una velada lucha por el poder, como afirma por ejemplo Michel Foucault. Pero entonces se pone en cuestión una base esencial de la democracia, pues la democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional. Sin la idea de un “derecho según la naturaleza”, que agradecemos a los griegos, no hay ninguna base común entre creyentes e increyentes. Pero quienes mantienen hoy esta idea son los cristianos católicos. Y a la táctica de sus oponentes pertenece caracterizar esta idea de una ley moral natural como una idea cristiana y, por tanto, considerarla inaceptable para los no cristianos. Pero esto es injustificado. Todo el que argumenta sobre cuestiones de justicia e injusticia presupone silenciosamente esta idea. A quien denuncie que un vecino le impide dormir, porque toca la trompeta entre las dos y las cuatro de la noche, el tribunal le hará justicia, aunque el trompetista explique que para él es algo existencialmente necesario y que sólo tiene tiempo por la noche. El interés en un mínimo de sueño tiene objetivamente la prioridad. Y también evidentemente el interés de un hombre ya engendrado en poder vivir toda una vida tiene la prioridad sobre el interés eventual de otro hombre, de su madre, de poder autodeterminarse sin cortapisas durante los nueve meses de embarazo. Después el niño puede ser dado en adopción. Todo el que juzgue sin prejuicios –pues la razón habla, como decía Diderot, “en el silencio de las pasiones”– concordará en esta preferencia. Sólo quien niegue por principio que existe una estructura objetiva de preferencia de intereses, aceptará que el interés evidentemente superior sea sacrificado al otro por una regulación liberal del aborto. O tomemos la cuestión de la manipulación genética de la naturaleza humana, que rechazó hace poco Habermas con argumentos claramente de derecho natural. Construir hombres según el proyecto de otros hombres choca con la igualdad fundamental de los hombres. Además, el hombre tiene derecho a conocer a su progenitores.


Otro ejemplo: la homosexualidad. Que un hombre, como también un animal, no sea receptivo a la fuerza de atracción sexual del otro sexo, es claramente un defecto biológico, como aparece también en el resto de la naturaleza, un “fallo de la naturaleza”, como escribía Aristóteles. Pues la supervivencia del género humano descansa en esta fuerza de atracción. Si un hombre, que sufre este defecto e inclina sus tendencias sexuales al propio sexo, sigue o no esta tendencia, es una cuestión moral, que no debe interesar al legislador estatal. El Estado no tiene nada que buscar en los dormitorios, excepto en caso de violación o corrupción de menores. Pero el Estado sí tiene un legítimo interés en que esta tendencia no se extienda, por la propaganda o por una pedagogía correspondiente, más allá de los que ya tienen esta disposición por naturaleza. Ante todo, contradice completamente a la razón institucionalizar de alguna manera uniones de este género y acercarlas a lo que es el matrimonio. El interés público en la institución de la unión permanente de dos personas de diferente sexo está relacionado naturalmente con que de esta unión pueden provenir niños y normalmente vienen. Si no, también hermanos podrían casarse. Y no se encuentra realmente motivo alguno por el que la comunidad de vida, por ejemplo, de un párroco y su hermana, que cuida la casa, no pueda ser una institución jurídicamente privilegiada, como también una comunidad de tres personas, o un matrimonio entre tres, una pequeña comunidad de vida religiosa o la convivencia de un pequeño círculo de amigos del mismo sexo. Que la comunidad de vida privilegiada públicamente tenga que ser sexual, que no pueda establecerse entre parientes, etc., que existan todas estas restricciones se basa en una imitación del matrimonio que no puede fundamentarse ya con ningún argumento racional. Quién va a la cama con quien sólo es de interés público en relación con los eventuales niños que pueden provenir de este género de unión.


Completamente absurdo es ya que se otorgue a parejas semejantes el derecho a la adopción de niños. Esto esconde un individualismo craso, según el cual los niños existen para satisfacción de los padres. La única pregunta legítima: ¿qué es lo mejor para los niños? pasa a segundo plano. Nada justifica aceptar que para estos niños, que ya tienen el difícil destino de no poder crecer con los propios padres naturales, sea indiferente si pueden experimentar el ser hombres desde el inicio en la forma dual y polar de los dos sexos, es decir, en la forma plena, o han de hacerlo en la forma reducida de una comunidad homosexual. Que sea una suerte adquirir un carácter homosexual creciendo en una comunidad homosexual, no querrá decirlo nadie en serio. Tras esta exigencia hay un ataque de principio contra algo que pertenece esencialmente a la vida, la normalidad. Y además una normalidad no arbitraria, sino caracterizada por la naturaleza específica de una especie.


Las defensa de una emancipación radical no de la naturaleza humana, sino con respecto a la naturaleza humana, está caracterizada por un alto grado de irracionalismo. Para los discípulos de Nietzsche y de Foucault, la razón misma es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos. Deseos sadomasoquistas tienen el mismo valor que el deseo de curar una enfermedad. Una manifestación en la que se exponían escenas sadistas asquerosas fue saludada oficialmente por el alcalde de Berlín. Lo importante es que el sadista lo haga con un masoquista, que está de acuerdo en ser tratado como basura.


Tras haber iniciado este camino, parece que ya no es posible detenerse. En la pequeña ciudad de Fulda, en la que está enterrado San Bonifacio, el apóstol de los alemanes, pasó lo siguiente el año pasado. Un hombre joven buscó por Internet a alguien que estuviese dispuesto a dejarse matar y comer por él. Y de hecho apareció uno, un ingeniero. Los dos se encontraron y se pusieron de acuerdo en el procedimiento. A la víctima voluntaria se le cortaron en primer lugar los testículos, los asaron y se los comieron juntos. Luego el joven mató al ingeniero de varias cuchilladas, asó partes del cadáver y se las comió, congelando otras partes en la nevera. Casi no es posible pensar una lesión más extrema de humanidad, de aquello que los chinos llaman “Tao”. El joven fue juzgado y condenado por homicidio, no por asesinato, a una pena limitada de cárcel. El hecho de que la víctima estuviese de acuerdo sirvió de atenuante en el juicio. Absolver a este hombre hubiera sido consecuente con el punto de vista del liberalismo individualista, según el principio volenti non fit iniuria, a quien está de acuerdo no se le hace injusticia. El estremecimiento que a todos recorre la espina dorsal muestra sólo que no hemos progresado todavía suficientemente en el camino de la emancipación con respecto a la naturaleza humana y en el de arbitrariedad de nuestras preferencias. Menciono sólo otros dos ejemplos de este abandono del fundamento común de humanidad que existe en todas las naciones civilizadas, al que por ejemplo los chinos llaman Tao y que entre nosotros se llama “derecho natural”. El primero es la eutanasia, que, tras ser tabú a causa de la praxis nacionalsocialista, es aconsejada de nuevo hoy como un progreso. No puedo profundizar aquí en el tema y menciono sólo dos argumentos contra esta praxis –para aquellos, para los cuales el mandamiento “No matarás” no significa nada. Si es un derecho de un enfermo o de un hombre muy anciano el pedir a otro hombre que lo mate, entonces, tras un determinado tiempo, este derecho se convierte en un deber moral. Quien tiene un derecho, tiene la responsabilidad de hacer o no hacer uso de ese derecho. El enfermo, que tiene el derecho de pedir que lo maten, tiene desde ese momento la completa responsabilidad de todos los costes y fatigas que sus parientes y la sociedad habrán de sufragar para cuidarlo. De ahí se sigue la increíble presión moral de liberar a otros del propio peso, y la exigencia silenciosa de seguir la indicación: “Ahí está la salida”. El segundo argumento es el siguiente: Los defensores de la eutanasia conservan para sí el derecho de juzgar si el deseo de morir está justificado o no. Están dispuestos a matar a depresivos, pero no a gente con males de amor. Juzgan cuándo una vida es digna de ser vivida y cuándo no. Pero, en tal caso, también podrían apropiarse el derecho de matar a hombres que no son capaces de expresar el propio acuerdo. Y esto sucede ya masivamente en Holanda, donde la cifra de los muertos sin consentimiento propio y sin castigo penal alcanza millares, y donde la gente mayor atraviesa la frontera y se va a residencias de ancianos alemanas, porque ya no se sienten seguros en las holandesas. Pero estos argumentos presuponen que al hombre no está permitido hacer lo que quiera, sólo porque la sociedad se lo permita. Presuponen algo así como una ley moral natural.


Un terreno común semejante, un terreno de evidencias comunes, es en primer lugar el terreno de una cultura con costumbres morales comunes. No nos engañemos: la democracia presupone una cierta medida de homogeneidad cultural. Pero estas costumbres tienen que enraizarse a su vez en una homogeneidad fundamental de todos los hombres, una homogeneidad de la naturaleza humana y de lo que los griegos llamaban “derecho según la naturaleza”. Una cooperación política pacífica entre cristianos e increyentes sólo es posible sobre esta base. Para los cristianos, la naturaleza humana y la razón práctica que descansa en ella son la revelación de la lex aeterna, de la voluntad eterna de Dios. Pero los cristianos creen, como decía Pablo, que esta ley está escrita también en el corazón de los paganos. Sin embargo, Pablo tenía ante los ojos a paganos para los cuales la pietas, la veneración, la piedad era la más importante de las virtudes. Ejemplo de un ilustrado radical, que ha superado toda pietas como superstición, es el Marqués de Sade, cuyo orgullo era no horrorizarse de nada en sus orgías. Horkheimer y Adorno tenían a Sade ante los ojos, cuando escribieron que, al final, el único argumento contra el asesinato es religioso. De hecho, añadiría yo, todo argumento en cuestiones morales es religioso. Pues presupone la disponibilidad de, al menos, escuchar argumentos y someter el propio comportamiento a un mandamiento de la razón práctica. Y esta disponibilidad ya es religiosa, porque si Dios no existe, está vigente lo que escribía Dostojewski: “Todo está permitido”. “Todo nos está permitido” era, por lo demás, también palabra de Lenin.


Creyentes e increyentes se diferencian en que los increyentes tienen una fundamentación débil para aquello, para lo que los creyentes tienen una fundamentación fuerte. Pero, como Habermas escribe de nuevo en su último libro, los hombres irreligiosos que resisten a la objetivización científico-técnica del hombre, tendrían que estar contentos, si los creyentes tienen para esta misma resistencia fundamentos más fuertes que los increyentes o los agnósticos.


Los fundamentos débiles de una vida como si Dios no existiese, etsi Deus non daretur, no penetran normalmente hasta la plena realidad, hasta el ser, la existencia del hombre. Se quedan en situaciones experimentadas subjetivamente por el hombre. Para ellos, como por ejemplo para Richard Rorty, nada es más importante que el placer y el dolor. Por tanto, ser persona coincide para ellos con la autoconciencia experimentable, el valor de la vida con las situaciones agradables experimentables, y la ofensa de la dignidad humana con la provocación experimentable de dolor, etc. Ahora bien, es posible mostrar con argumentos que esta limitación a lo subjetivamente experimentable no puede ser fundada a partir de la experiencia. Al contrario, los hombres, cuando piensan espontáneamente, piensan de otro modo. Pueden afirmar mil veces teóricamente que el embrión no es aún un hombre, pero dicen sin problema alguno que ellos, personas que están diciendo “yo”, fueron engendrados y estuvieron en el cuerpo de su madre. Y hay que haberse alejado ya mucho del Tao humano para, con Peter Singer, negar el derecho a la vida de un bebé de un año, porque no tiene todavía autoconciencia. Estos argumentos se salen fuera de la experiencia de la vida, de la experiencia de hombres normales. Y tampoco el argumento contra la eutanasia, que acabo de presentar, parte del mandamiento “No matarás”, sino del empeoramiento de la cualidad de vida a través de la legalización del matar a petición. Quien dispone de una fundamentación fuerte, naturalmente puede usar también la débil, que es la base común de cristianos e increyentes, la base de una realidad estatal en la que participan ambos, de una paz, de una pax nobis et illis communis, que es más que una tregua pasajera.