La culpa es ancha y ajena
El siguiente artículo ha sido publicado en el suplemento de Exteriores de Libertad Digital, y lo reproduzco aquí como un paso más que pretende contribuir a desenmascarar las falacias que se extienden como una mancha de aceite sobre el agua, porque la sociedad donde se asientan esas ideas ni las analiza ni las somete a debate. No es tanto una esponja donde el líquido de las nuevas propuestas impregna todos los resquicios libres, porque eso implicaría una asimilación profunda de las esencias, algo que sólo es posible con una meditada reflexión, cuando observamos que en nuestra sociedad actual es la lluvia fina que va calando hasta los huesos, la que impone su planteamiento, las más de las veces banal y falso, pero suficiente para quienes se dejan seducir por el esplendor de los abalorios.
DESDE JERUSALÉN
Por Gustavo D. Perednik
Bajo los regímenes árabes todo marcha bien. No hay degradación de la mujer ni explotación infantil, no hay teocracia ni esclavitud, corrupción, rezago, violencia familiar, censura, castigo a los "desvíos" y a las herejías, tortura... nada de eso existe en las veintidós perlas de derechos humanos cuyos representantes concluyeron en Argelia (23-3-05) la decimoséptima cumbre de la Liga Árabe. En ella Gadafi reveló lo que la humanidad ya venía sospechando desde hace años: declaró ser "un filósofo" y que "sólo en los países árabes hay verdadera democracia". |
La decimoséptima fue mucho más despeñadero que "cumbre", como la primera, la sexta, la decimocuarta, todas las que hubo y presumiblemente las que vendrán, la decimoctava y subsiguientes, "cumbres" que fueron y serán inútiles y verbosas hasta la ignominia.
Que la Liga Árabe nunca se encamine a mejorar la vida de sus pueblos se debe a que es la antítesis de la autocrítica. Sus asambleas son ceremonias de lamento y de ira que emiten invectivas sobre Israel para facilitar que todo siga igual. En el pasado la eficiencia de la Liga aun mimetizó a los países del Tercer Mundo y a la Organización de Estados Africanos, para quienes en dicho continente no había más carencias que la insoportable cercanía del país hebreo, a unos pocos miles de kilómetros.
Los medios europeos coadyuvaron con ese blanqueamiento suicida. Nunca informaban de las vilezas de las sociedades árabes, que tradujeron en toda su historia menos libros de los que traduce España en un año, o que distribuyen anualmente 2.000 para sus casi 300 millones de habitantes, presas éstos de maquinarias que reprimen la opinión, la curiosidad, el aprendizaje, la lectura, la creatividad y la crítica.
De entre sus desdichas, la única que motivó la queja de la "cumbre" árabe fue, una vez más, Israel. Ante la insoportable presencia de una vibrante democracia en el Medio Oriente, el resto de los problemas se empequeñecen: que en tres años más de 15.000 médicos árabes hayan abandonado sus países; que, a pesar de sus enormes riquezas petroleras, sus ciudadanos conectados a internet no lleguen al dos por ciento, y que su promedio de computadoras sea de los más bajos.
No se desvíen de "la causa", señores de la Liga, que el supuesto atraso del mundo árabe es pura propaganda sionista. Es mera propaganda que la sufrida gente de Noráfrica se arriesgue a ahogarse en el Mediterráneo para alcanzar a nado las costas ilegales de Europa, cuyos medios de difusión (salvo éste) legitiman la aburrida perorata de la Liga en lugar de plantarse contra el uso de la judeofobia como cortina de humo para fracasos y abusos.
No sólo los medios legitiman el ardid. El alcalde de Londres, Ken Livingstone (como el de Oleiros, en Galicia, el año pasado), acaba de banalizar nuevamente el Holocausto, al equiparar a un periodista judío con los guardias de los campos nazis de la muerte. Para rematarla, publicó a modo de explicación un artículo en The Guardian (4-3-05) en el que, como era de esperarse, Israel aparece como el verdadero culpable de todo, también de la judeofobia. Y eso porque, como ya hemos escuchado ad nauseam, nuestro primer ministro es un "criminal de guerra" y todo lo demás.
De una sapiencia similar hizo gala el guardameta de la selección francesa de fútbol Fabien Barthez cuando propuso el boicot de su equipo a su paralelo israelí (23-3-05), con este argumento impecable: "Cuando veo el sufrimiento en el mundo me pregunto por qué vamos a Israel". Aquellos de mis lectores cuyas inteligencias, como la mía, no aprehendan la sagacidad del franco filosotbolista (como Gadafi) acaso deduzcan del galimatías que el sufrimiento del planeta es debido al país hebreo, lo que convierte a éste en el único de los 192 que hay en el mundo en el que resulta inmoral jugar a la pelota.
Sea como fuere, Barthez terminó por arrepentirse cuando reparó en que podría privar a su selección de los puntos del partido, pero su veneno ya había sido inyectado en la conciencia colectiva de sus seguidores: "Israel siempre es el malo". (Postdata para el aficionado al fútbol: Israel y Francia empataron a uno).
La dicha de la imperfección
Los invitados a la "cumbre" –entre los que se contaban el presidente español y el secretario de la ONU– se enteraron por enésima vez, ahora por boca del secretario general de la Liga, Amro Musa –a quien nunca osan contradecir–, de que no podrá haber paz con Israel hasta tanto éste no se suicide.
Hubo algunas voces disonantes, tímidas y cuerdas, como la del presidente argelino y la del rey jordano. Abdelaziz Bouteflika exhortó a los regímenes árabes a elegir la estrategia de la paz. Algunos líderes árabes comienzan a reparar en que la paz ya no debe tratarse como una mercancía ofrecida a clientes desesperados por obtenerla –como los israelíes–, sino más bien como un valor que puede también reportar beneficios a sus sufrientes naciones.
También el rey Abdalá se apartó del monocorde bizantinismo, pero lo hizo desde fuera de la "cumbre", a la que sabiamente prefirió no asistir para condenar el terrorismo sirio sin ser baldonado de traidor y blasfemo.
Ya explicó Hayek cómo en el mundo totalitario todo se nivela para abajo y la sensatez termina por ahogarse en una barahúnda irredentista. Por ello, por sobre la moderación argelino-jordana, prevaleció la estrategia siria. Precisamente su embajador en EEUU, Imad Mustafá, declaró en la universidad de Georgetown de Washington (23-3-05) que incluso del asesinato del libanés Rafik Hariri tiene la culpa el de siempre.
El presidente egipcio, Hosni Mubarak, advirtió de que una intervención armada en Irán provocaría una "catástrofe" (antes de la victoria contra Sadam había opinado que arremeter contra el autócrata iraquí "crearía cien Ben Ladens"). La realidad es bien distinta: la única catástrofe que acecha a las sociedades árabes es su impotencia para generar genuina autocrítica, una virtud que irrumpió hace dos milenios y medio desde un Libro en el que el más criticado de los pueblos era su propio protagonista y destinatario.
La autocrítica, que permitió al pueblo hebreo exhibir sus errores sin pudor, fue causa en la antigüedad del poco apego de éste por la monarquía. Nunca deificó a sus reyes, y los sometió al imperio de la ley. Varias leyes bíblicas fueron promulgadas precisamente para acotar el poder real (la limitación de la poligamia o de su caballeriza) y para evitar que el rey "se ensoberbezca por encima de sus hermanos" (Deuteronomio, 17:20). Así, también el establishment
era sometido al escrutinio moral de los profetas, práctica que constituyó un antecedente del ideal democrático. En el Medioevo la virtud de la autocrítica social fue también patrimonio del Islam, durante su época de gloria. En la modernidad se plasmó en el liberalismo, con su constante debate de ideas y su infatigable búsqueda de las mejores opciones en cada decisión.
En contraste, la presente ausencia de autocrítica en el mundo árabe-musulmán acerca de su situación es germen de estancamiento y violencia.
Por momentos se filtra la esperanza de que ese mundo progresará. En Beirut ya hay manifestaciones contra la ocupación siria (notablemente, en Occidente no). El jefe de la oposición, Walid Jumblatt, aun se atrevió a exigir que dimitan los infiltrados prosirios de los servicios de seguridad libaneses, y que se investigue la muerte del ex primer ministro, Rafik Hariri, a nivel internacional.
Más sinceras y promisorias fueron las reflexiones de hace unos meses del intelectual jordano Shaker al Nabulsi: "(...) Si los árabes tuvieran hoy un espejo y el coraje necesario para mirarse en él, serían golpeados por el miedo y el pánico ante la visión de sí mismos (...) Nos hemos convertido en la nación más terrorista y en los mayores derramadores de sangre del mundo, en esta etapa de la historia en la que las naciones resuelven sus problemas a través del diálogo y la diplomacia (…) ¿Qué hizo que los árabes perdiéramos la razón con la que lideramos al mundo en el siglo X (…) por qué nos hemos vuelto locos? (…) ¿Es por la profunda corrupción de instituciones gubernamentales que no desean reformas que las priven de hilo alguno de la lujosa alfombra sobre la que descansan con apoyo policial? (…) Quien en el mundo árabe haga uso de su inteligencia es detestable, maldito, nido de serpientes y fruto de Satanás, agente del colonialismo norteamericano (…)" .
Tal vez esta autocrítica empiece a llamar la atención de los medios de prensa europeos, que hasta ahora, en vez de proveer el espejo que reclama Al Nabulsi para los suyos, han limitado sus preocupaciones a los defectos de otro país, favorito de sus dardos.
Gustavo D. Perednik es autor, entre otras obras, de La Judeofobia (Flor del Viento) y España descarrilada (Inédita Ediciones).
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