2005-04-21

UN PAPA BENDITO

BENEDICTO XVI
Por ALEJANDRO CIFRES. Director del Archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe/ Colaboración publicada en ABC el 21/04/2005.
ANTEAYER, en la tarde gris de una extraña primavera romana, muchos se llevaron algunas sorpresas. Sorprendente pareció, de hecho, que en el tiempo récord de 24 horas y cuatro votaciones, el Colegio de los Cardenales nunca antes tan variopinto, hubiera alcanzado el consenso suficiente para elegir a un Papa que recogiera, nada más y nada menos, que la herencia inmensa de Juan Pablo II el Grande.

Mayor aún la sorpresa de que el escogido fuera el cardenal alemán Joseph Ratzinger, que habiendo entrado en el cónclave como «papa», estaba destinado -según el viejo adagio romano- a salir de él como «cardenal». En efecto, si bien su nombre estaba entre los favoritos, su trayectoria, su fama de conservador a ultranza y el protagonismo mismo tenido durante la Sede Vacante como Decano del Colegio Cardenalicio lo daban para muchos como un candidato «quemado».

Finalmente la sorpresa del nombre: ni Juan, como el Papa bueno, ni Pablo, como el Papa de la modernidad, ni Juan Pablo o Pío como los gigantes que lo precedieron en el siglo apenas terminado, sino un nombre aparentemente pasado de moda, Benedicto, precisamente el del Papa quizás menos famoso y popular de todo el siglo XX.

Pero claro, estas son sorpresas sólo para quienes no conocían bien al Elegido, o para aquellos que se olvidan, aunque sea sólo por un momento, de la historia y de la naturaleza de la Iglesia, o simplemente miden la realidad sólo con criterios humanos.

Y es que en realidad hemos asistido a uno de esos acontecimientos extraordinarios, a uno de esos momentos de gracia en los que a los ojos del creyente e incluso del no creyente, si tiene la mirada limpia, se presenta en toda su claridad la santidad de la Iglesia, esposa de Cristo, guiada siempre por Él. Ya los acontecimientos -incluso los pequeños «detalles»- que rodearon el tránsito de Juan Pablo II fueron un diseño sorprendente de la Providencia, pero ya no es éste el momento de hablar de ello. Ahora es la elección de su sucesor la que no ha defraudado como revelación del misterio de amor con el que Cristo ama a su Esposa. Dios nos ha enviado en verdad un Pastor universal, un Vicario de Cristo, que es un hombre bendito y una bendición para toda la Iglesia, un «Benedictus».

No debería en efecto sorprender, para empezar, que los cardenales hayan elegido tan pronto, porque entre ellos ha primado la fe y el amor a la Iglesia, así como la profunda responsabilidad de ser fieles a la herencia dejada por el Papa Wojtyla. No debe tampoco sorprender que Ratzinger haya sido el escogido, porque es el hombre de la Providencia en estos momentos para el pueblo de Dios. Y tampoco sorprende que, en lugar de ir a buscar un nombre que definiera una u otra línea pastoral calcada de alguno de sus predecesores inmediatos, el nuevo Papa haya preferido el de Benedicto. Para los hispanoparlantes este nombre resulta un tanto confuso, porque se relaciona casi exclusivamente con el nombre de otros 15 Papas de remota memoria, pero en realidad, en latín y en italiano, Benedicto (Benedictus, Benedetto) no es otro que el nombre del Patrón de Europa, San Benito de Nursia, aquel que con su ejemplo y su palabra, y los de sus continuadores, alumbró la Europa cristiana, ésa que desgraciadamente hace años abandonó en gran parte las enseñanzas de Cristo y ahora parece querer olvidar sus propias raíces cristianas. Los que hemos colaborado con el cardenal Ratzinger sabemos cuánto le ha preocupado siempre la «pavorosa descristianización» de su amada Europa, tierra otrora fecunda de misioneros, que esparcieron el mensaje cristiano por los cinco continentes. Cuánto ha sufrido por el indiferentismo, el hedonismo, la secularización creciente. Él, que porta consigo la experiencia de una familia cristiana, cómo podía no tener en consideración el nombre del apóstol de Europa San Benito, y desear, ahora como Pontífice, contribuir a que ésta se redescrubra hija del Evangelio.

Ratzinger es el hombre al que muchos han tachado injustamente de inquisidor, de dogmático y cerrado al diálogo, de conservador a ultranza. Yo he tenido el privilegio de trabajar con él durante casi 14 años, la mitad del pasado Pontificado, y puedo por ello testimoniar que ninguno de esos clichés se adecuan a su persona. Nacido en Marktl am Inn, un pequeño pueblo de Baviera hace exactamente 78 años, creció en una familia sencilla de profunda religiosidad, donde cada don de Dios era recibido como una bendición, especialmente el don de la fe: su hermano mayor, Georg, sacerdote como él, y como él entregado al servicio de la Iglesia, a través de la Palabra y de la música, del que es un gran maestro; la única hermana, María, que decidió renunciar al matrimonio para cuidar de sus hermanos sacerdotes y que acompañó al que hoy es Papa en todos sus destinos, incluida Roma, hasta su muerte en 1991. Una familia, pues, de benditos, una familia para Dios en favor de los hombres. También el joven Joseph tuvo que realizar numerosas renuncias para servir a la Iglesia. Brillantísimo teólogo ya en los tiempos del Concilio -y considerado entonces, por cierto, como un teólogo casi «peligroso», osado y abierto, como en realidad lo es- tuvo que renunciar a su fulgurante carrera académica por obediencia a Pablo VI, que lo quiso Cardenal Arzobispo de Munich-Frising en 1977, y poco después abandonar su amada patria -sé muy bien cuánto la ama y sufre por ella- para venir a Roma, a recubrir el puesto quizás más odiado por gran parte de los colegas teólogos de su generación, el de Prefecto de lo que los recalcitrantes aún perseveran en llamar «ex Santo Oficio».

Durante casi 25 años ha servido y trabajado con humildad en el puesto que le había sido asignado, sin exigir nunca nada para sí, pobremente, sin llevar una vida de príncipe de la Iglesia, sin lujos ni compañías, más que la de su amada hermana hasta que el Señor se la llevó consigo; desde entonces ha vivido prácticamente solo, con un mínimo servicio, en un apartamento prestado, con la sola asistencia de sus secretarios, que por la mañana lo ayudaban en la Congregación y por las tardes en su infatigable estudio. El Cardenal Ratzinger ha sido el Prefecto que ha enseñado a todos lo que es trabajar, cumplir un horario, levantarse temprano y acostarse tarde para no dejar pendiente ninguno de los graves asuntos que el Papa y la Iglesia ponían en sus manos. Trabajador infatigable, animal de carga, como él mismo se definió cuando explicó en su libro «Mi vida», la razón del oso que campea en su escudo episcopal: «De la leyenda de Corbiniano -escribía-, fundador de la diócesis de Frising, he tomado la imagen del oso. Un oso -cuenta la historia- había matado al caballo del santo, mientras éste se dirigía a Roma. Corbiniano le reprochó ásperamente su crimen y como castigo cargó sobre sus espaldas el fardo que hasta entonces había portado el caballo, y lo obligó a llevarlo hasta Roma... También yo -proseguía el entonces Cardenal- he llevado mi equipaje a Roma, y ya hace muchos años que camino con mi fardo por las calles de la Ciudad Eterna. Cuando seré liberado, no lo sé, pero sé que también para mí vale aquello de «me he convertido en una bestia de carga, y es así como estoy cerca de ti» (cf. Sal 73, 22).

Los que lo hemos conocido sabemos cuántas veces había suplicado a Juan Pablo II que le permitiese abandonar su puesto, que le dejase regresar a la Selva Negra para poder escribir teología mientras las fuerzas aún se lo permitiesen. Y todos sabemos cuántas veces ha renunciado al derecho a jubilarse por ser fiel a Aquel que había puesto toda su confianza en él, por servir en definitiva al Vicario de Cristo y a la Iglesia. Hace apenas tres días, cuando celebrábamos en la Congregación su 78 cumpleaños, a punto de entrar en el Cónclave, nos confiaba con sus pequeños y pícaros ojos llenos de ilusión: «espero que el próximo Papa me confirme sólo unos pocos meses todavía al frente de la Congregación, justo lo necesario para elegir a mi sucesor». Y sabíamos que diciéndolo acariciaba ya su viejo sueño del retiro para sumergirse en las profundidades de su amada teología. Pero los caminos de Dios son diferentes, y el hombre bendito que vino de Alemania para defender la fe, a costa de su propia fama, estaba destinado por Dios a seguir siendo una bestia de carga, llevando sobre sus hombros, esta vez, el peso de toda la Iglesia.