Bienvenido, Benedicto XVI.
Por esa razón recopilo aquí, como recortes de prensa para mi album de recuerdos, algunos artículos que en el primer día del pontificado de Benedicto XVI se han publicado.
Del ABC, voy a citar a todos los columnistas excepto a Luis Ignacio Parada:
EL PAPA DE UN MOMENTO HISTÓRICO
Por ANTONIO MONTERO MORENO Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz / ABC
No es la más apropiada una crónica contrarreloj, escrita febrilmente y a pie de televisor, tras el paso relámpago del Papa Ratzinger por la balconada de San Pedro, para trazar con devoción y respeto un perfil aproximado de su figura singular, ya en la alta madurez plateada de sus 78 años. Y menos, si quien la firma es un viejo arzobispo de su quinta, obligado a la cordura con Su Santidad y también con los fortuitos y generosos lectores de estas líneas. Pero mandan el reloj y las rotativas y no excusas que valgan. ¡Allá voy!
Con su dulzura, mesura y atractiva timidez, entra en la historia el nuevo Papa, rompiendo lugares comunes, obviedades y apreciaciones acríticas. Ingresó de Papa ayer tarde en la Sixtina, y de Papa ha salido esta tarde por la misma puerta majestuosa. Accede al Pontificado con mayor edad que Juan XXIII, el voluminoso Papa Roncalli, hoy ya beatificado. Y emprende su andadura, a la hora de la jubilación, cuando tantos han o hemos puesto en tela de juicio la longevidad y la debilidad física de los Papas. Ha salido al cuarto escrutinio y casi se tiene el atisbo de que si no llega a suprimirse en el Nuevo Estatuto del Cónclave el procedimiento electivo por aclamación pentecostal, quizá en esta ocasión habrían estado de más los cuatro escrutinios.
¿Es que los ciento quince cardenales, con una media de edad superior a los 70 años se han dejado arrastrar por la marea oceánica del fervor mundial hacia la figura de Juan Pablo II? ¿No hemos visto todos lo que, en expresión muy italiana «la rosa de los candidatos», con una docena de pétalos, todos ellos papables de alto listón? Ese era precisamente el reto de este Cónclave: ¿Cómo concentrar 77 votos sobre cualquiera de ellos, y además hacerlo pronto? Yo nunca pensé, lo saben muchos, que este Cónclave iba a ser tan rápido.
Entiendo ahora por qué los cardenales, cuyo cociente intelectual agraviaría a quien piense lo contrario, han captado la singularidad de este caso, asumiendo la responsabilidad de elegir a un hombre de edad avanzada, de gran nombradía, y por ende muy conocido, discutido y «fichado» por millones de católicos y no católicos. A sabiendas pues de que la elección generaría análisis rigurosos y también frustraciones y desencantos, los cardenales han compartido ante Dios, ante su conciencia, ante la opinión pública mundial y ante la Historia una decisión comprometida consciente y audaz, apostando por el bien de la Iglesia y de la Humanidad. Y dándonos así a cuantos lo esperábamos en vilo a quien ellos consideran en este momento exacto como el mejor Papa que la Iglesia y el mundo necesitan.
La elección de Ratzinger puede ser entendida como un continuismo, casi clónico, de Juan Pablo II, del que seguramente fue elector el cardenal Ratzinger en 1978, y a quien ha servido fielmente en la Curia Romana, desde el más alto menester de la fe, durante 23 años. Mas, quien observe con rigor los biotipos personales del Papa polaco y del Papa bávaro no dejarán de apreciar entre ellos unas marcadas diferencias, y quizá por eso se han compenetrado tanto. No concibo a ninguna de estas dos personas con inclinación para ser fotocopias, segundones o estómagos agradecidos de nadie. Muchos esperamos de Benedicto XVI un pontificado marcadamente distinto del de Juan Pablo II.
No veo al nuevo Papa como viajero incansable y líder de multitudes por todos los meridianos del planeta. El sabe que su fuerte no es el activismo arrollador, aunque sabe valérselas con acierto en las concentraciones humanas que acompañan ese oficio. Pero sé también que el nuevo Papa posee, y en alto grado, un encanto personal que irradia de su inteligencia y de su virtud. Sin escenificar lo más mínimo, son patentes la dignidad y unción religiosa que cautiva a cuantos se acercan a él. En ese sentido le encuentro más parecido psicofísico a Benedicto XVI con el Papa Pablo VI que con Juan Pablo II.
Ha sido para mí una sorpresa agradable que el nuevo Papa escoja el nombre de Benedicto XVI como hiciera en 1914 el arzobispo genovés de Bolonia Giacomo della Chiesa, que vivió muchos años en la nunciatura de Madrid y estuvo marcado siempre, en una Iglesia bastante cerrada entonces, por un talante liberal, y, ya de Pontífice, fue agente incansable de paz en la I Guerra Mundial. El nombre de Benito le es muy atractivo al nuevo Papa por su marcado europeísmo, tan propio de los monjes benedictinos. Por algo es patrón de Europa.
Sí; sé que no pocos temen ahora una involución, de conservadurismo a ultranza y acento fundamentalista, en el nuevo Papa. Se puede y debe ser tradicional y lúcido tutor de la fe y de los valores evangélicos, siendo a la par enérgico valedor de la dignidad del ser humano, de su libertad personal, y de los derechos inalienables que le asisten.
Tengo la seguridad como creyente y la convicción racional, por mi propia lectura del acontecimiento, de que Benedicto XVI ha sido puesto por el Espíritu Santo al frente de su Iglesia, no para dominar, achicar o infravalorar a nadie sino como servidor de Dios, seguidor de Jesús de Nazaret y servidor de todos los hombres. Yo le diría a él en italiano lo que le dijeron a san Pío X en ocasión gemela a la presente: ¡Coraggio Eminenza!
BENEDICTO XVI, EL PODER Y LA GLORIA
Por Valentí PUIG/ABC
A la magnitud agustiniana de la inteligencia de Joseph Ratzinger le ha correspondido iluminar la senda de un nuevo pontificado en la estela tan potente dejada por Karol Wojtyla. Hace unos meses, el cardenal Ratzinger asistía a un coloquio y dijo que, si bien el poder del hombre ha crecido hasta un límite inimaginable hace unos años, incluso siendo capaz de producir un hombre en un laboratorio, esta capacidad de producir no ha significado que aumentase igualmente su capacidad moral.
Por eso el relativismo que se transforma en un absoluto se convierte en contradictorio, destruye el actuar humano y acaba mutilando -dice Ratzinger- la razón. Este punto nuclear del pensamiento de Benedicto XVI conecta sin fisuras con la experiencia del pontificado de Juan Pablo II: la convicción de que el hombre es transparente y puede sentir en sí mismo la voz de la razón fundadora del mundo.
Después del Papa que escribía bellos poemas metafísicos, el Papa teólogo va a proceder a las reformas que sean necesarias en la Curia y pasará la mano por el «mapamundi» para captar las asperezas y las resistencias que el cristianismo tiene por delante. Para quien fuera arzobispo de Múnich y Freising, la constatación de que las catedrales de Europa están casi vacías determinará gran parte de su pontificado. A todo trance, recuperar Europa para la cultura católica, la Europa que su antecesor prefiguró al caer el muro de Berlín y que debiera irse formulando como una metapolítica del espíritu. Wojtyla decía que la libertad que vale la pena tiene una estructura moral.
Siendo cardenal, el Papa Benedicto XVI observó alguna vez que la fe resurge entre los jóvenes de todos los continentes, pero que quizá se deban abandonar las ideas de iglesia nacional o de masas: tiene ahora ese reto titánico ante sí, como líder del cristianismo en una época de la historia de la Iglesia que será muy diferente, en la que se volvería a ver «una cristiandad semejante a aquel grano de mostaza». Esa es la geoestrategia del nuevo pontificado en busca de una ilustración cotidiana e histórica de la magnanimidad. Vastas porciones del planeta esperan su magisterio, en la Iberoamérica en la que penetran las iglesias evangélicas, en esa África que a veces parece irrecuperable, en un mundo asiático que hará oscilar los ejes del nuevo siglo. A Benedicto XVI le corresponde precisar el diálogo posible con el islam.
Buscar método inquisitorial o inercia dogmática en la intensa mirada de inteligencia y comprensión -de alegría, también- del nuevo Papa es propio de las simplificaciones mediáticas de nuestro tiempo. Nuevas categorías del mal no le faltarán para aplicar su magisterio. ¿Progresista o conservador? ¿Continuista o renovador? ¿Restauracionista u hombre de visión? Todas esas cosas las fue Karol Wojtyla a la vez, como puede serlas Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI. Va a ver la irrupción de los robots, tantos desafíos bioéticos, la vida en el espacio, al tiempo que no poca verdad permanece insuperada en los episodios de Nazaret y el Gólgota.
EL PODER DEL PONTÍFICE
Por M. MARTÍN FERRAND/ABC
LA homilía del cardenal Joseph Ratzinger en la misa «pro eligendo Romano Pontífice», todavía caliente en el paisaje de la actualidad, nos centra y, si se apura, hasta nos ahorra cualquier interpretación improvisada o ligera de la personalidad del nuevo Pontífice. Decir de él que será un «Papa conservador», como ayer se atropellaran en decir la mayoría de los comentaristas de la radio y la televisión según humeaba en blanco la fumata vaticana, es algo tan vacuo como apuntar que será un Papa cristiano. No faltaba más. El péndulo que lleva del progresismo a la reacción tiene un recorrido tan corto que sólo puede medirse con las ganas de ver de un modo u otro que aporta el observador.
Culturalmente hablando, y al margen de otros valores más profundos y trascendentes, resulta reconfortante que el nuevo Papa haya elegido para el ejercicio de su responsabilidad el nombre de Benedicto. No por su muy respetable continuidad de Benedicto XV, sino por la invocación del primer Benedicto, el santo creador de una norma monástica que, aceptada todavía hoy por las Iglesias cristianas, es uno de los fundamentos esenciales de la construcción espiritual del Viejo Continente. Europa padece, véase con ojos conservadores o progresistas, una crisis en sus valores espirituales y deseable es que, en más o en menos, nos reencontremos con ellos para poder seguir siendo, en un mundo globalizado, la referencia del pensamiento, el arte y todos los valores que, con raíz griega y romana, consagra el cristianismo.
La Iglesia, ninguna de las iglesias, es una institución democrática. No tiene que serlo ni por razones de fe, que convierte las ideas en jerarquía, ni por razones de organización social, que limitan a la voluntad individual y libérrima el acatamiento y la asunción de los supuestos y dogmas que, con centro en el Vaticano, alcanzan al mundo entero. De ahí que carezca de sentido el enjuiciamiento del proceso electoral del nuevo Pontífice en su mero y simbólico aspecto temporal. La «dictadura del relativismo», el último argumento del cardenal Ratzinger, ha dado paso a una nueva dimensión del Papa Benedicto XVI. Esa es la clave profana de una institución que a lo largo de veinte siglos ha servido de armazón a un periodo en el que se incluyen cuatro quintas partes de la Historia en la que el individuo es la unidad deseada para la medida de la realidad.
El poder real de un nuevo Papa, como demuestra la realidad que nos presentan los predecesores de Benedicto XVI, es inmenso y sobrepasa los límites de la geografía política y del Derecho Internacional. Es un poder moral que, en nuestro mundo, es el único que puede servir de contrapeso a la escasez, o la ausencia, de valores intangibles y que, considerados por muchos como decadentes o anacrónicos, son vertebrales para mantener enhiesta la dignidad de las personas. De ese poder cabe esperar la función de punto de apoyo que requiere la palanca de nuestro tiempo.
BENEDICTO XVI
Por Jaime CAMPMANY/ABC
CUANDO es elegido un nuevo Papa, suele ser un dato significativo de su carácter o de sus propósitos el nombre que toma. El cardenal Ratzinger, quien por cierto entró papa en el cónclave y papa salió de él, tomó el de Benedicto XVI cuando muchos esperaban que prefiriese ser llamado Juan Pablo III. Al fin y al cabo había sido el ideólogo de guardia del Papa Wojtyla y su cercanísimo colaborador. Benedicto XVI. Y enseguida saltaba la pregunta: Pues, ¿quién había sido Benedicto XV?
Giácomo della Chiesa, Jaime de la Iglesia, se llamaba aquel Benedicto nacido en Roma, y fue un papa entre Píos, como quizá Ratzinger esté destinado a ser un papa entre Juan Pablos. Sucedió a Pío X y después de un pontificado breve dejó el solio a Pío XI. A Benedicto XV podemos llamarle el Papa de la Paz. Cuando murió Pío X acababa de estallar la Primera Guerra Mundial, y el papa Della Chiesa se esforzó hasta lo infinito en promover y predicar la paz. Su primera encíclica se llamó significativamente «Pacem Dei».
Benedicto XV quiso ser papa para la paz y la reconciliación. Los dos bandos beligerantes en aquella guerra, medio mundo en cada trinchera, pretendieron que condenara al adversario, pero el Papa se mantuvo en su propósito de llamar a todos a la concordia y a la conciliación. Quizá en alguna de estas circunstancias del pontificado de Benedicto XV podamos encontrar uno de los ejemplos que haya despertado el deseo de imitación en el espíritu de Benedicto XVI. Quizá el nuevo Papa quiera explicarlo alguna vez.
Su recentísima homilía en la que avisa claramente de los peligros de la «relativización» nos ofrece un adelanto de la idea básica y los fundamentos morales y filosóficos de lo que será el papado que ahora empieza y la orientación por donde marchará la Iglesia en los años venideros. Los criterios más firmes en lo moral que han sido mantenidos durante el largo pontificado del papa Wojtyla fueron construidos y ordenados por el cardenal Ratzinger. Todo parece indicar que en ese sentido la línea de la Iglesia no va a sufrir ruptura alguna. En las primeras palabras del nuevo Papa, desde el balcón del Vaticano, hace el anuncio de que, «después del santo Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, que soy un humilde trabajador en la viña del Señor». Esa no es la confesión de un revolucionario.
La Iglesia Católica, lenta y prudente como siempre al través de los siglos, ha optado, sin mucho debate y sin muchas vacilaciones, por un papado corto, puesto que Ratzinger tiene 78 años. Y también por una etapa de transición, sin apresurarse a correr aventuras doctrinales ni aceptar las novedades surgidas en algunos sectores de la sociedad actual que chocan frontalmente con la enseñanza tradicional de la moral católica. Los que esperaban un sucesor de Juan Pablo II que pusiera patas arriba esas enseñanzas seculares quizá lo hacían desde posiciones lejanas a la predicación de la Iglesia católica, apostólica y romana. Las modas, tanto en la vida como en el pensamiento, van por el lado de atención a la novedad, y las normas de la Iglesia van por un camino sin prisas y con la cautela de mirar hacia la eternidad. O sea, a la «pacem Dei».
RATZINGER YA NO EXISTE
Por Antonio BURGOS/ABC
EL cardenal Ratzinger ya no existe. Del Vaticano a la Giralda, lo anunció la voz de bronce de las campanas de la Cristiandad. Hablaban en latín, como el cardenal Medina al hacer el anuncio. El bronce de la verdad siempre habla en latín, que es la lengua materna de Dios. Las campanas anunciaban que el cardenal Ratzinger ya no existe, como un día dejaron de existir en la solemnidad de mármol de un balcón ante la Historia de la Cristiandad otros que le precedieron. Wojtyla, Montini, Roncalli, Pacelli también dejaron de existir al ser elegidos papas.
En el balcón del Vaticano, revestido con el poder y la gloria de San Pedro, no vi, por tanto, a cardenal alemán alguno. Vi al Papa. Sencillamente al Papa. Con solideo de Papa y estola del Papa vi a Benedicto XVI. Vi la continuidad de una Iglesia con la que no han podido los siglos. Un Papa que estaba donde tenía que estar, como tenía que estar, a la hora exacta, representando cuanto significaba. De lejos, sobre la balconada, era simplemente el Papa. Y como los que estaban en la plaza lo sabían de antemano, antes de conocer el «gaudium magnum» ya aplaudían. ¿A quién? Al Papa. A cualquiera que fuera quien instantes después fuese proclamado Papa. Benedicto Dieciséis, acostúmbrense al nombre con el ordinal así puesto. Olvídense de Decimosexto, como nos olvidamos de Vigesimotercero con Juan Veintitrés o de Decimosegundo con Pío Doce. Un 16 en la espalda es número de galáctico. Para jugar la Championlí de lo Políticamente Incorrecto.
Me encanta Benedicto XVI porque será el Papa de lo Políticamente Incorrecto. Lo siento por los pancarteros, por los pegatineros, por los abortistas, por los paritarios, por los que llaman matrimonio a cualquier arrejuntamiento. Qué disgusto más gordo tendrán quienes toman el bienestar, la comodidad, el dinero y el hedonismo como medida de todas las cosas... Si mosqueados estaban con la homilía del cardenal Ratzinger en la misa «Pro eligendo Papa», ahora tendrán que ampliar su capacidad de cabreo. Es su paradoja y su contradicción: ellos no creen en Dios, no creen en la religión católica y mucho menos en el Papa, ¡pero se cogen unos cabreos cuando la Iglesia no sigue el dictado de la moda de lo Políticamente Correcto y dice ni más ni menos que lo que debe en materia de fe, de moral, de justicia social, de eso tan desfasado como los principios y los valores!
Si para algunos el cardenal Ratzinger ya no existe y la Iglesia alinea como punta del ataque para los tiempos que corren al galáctico 16 de Benedicto, prepárense para escuchar una y otra vez el apellido del Papa como una ofensa. Los que a Juan Pablo II llamaban «el polaco» y Wojtyla como las mayores de las ofensas ya tienen cargadas sus armas de repetición de demagógicas con «el bávaro» y Ratzinger. De inquisidor para arriba, prepárense a escuchar lo peor:
-¡Oído, cocina! ¡Que sea una de Torquemada para aquí los señores de la progresía!
-¡Marchando!
Cuando vea que alguien le llama Ratzinger a Benedicto XVI, no se meta en mayores honduras: verá, tras el ataque descalificador de su persona, qué defensa más linda del aborto sigue, o qué primoroso ardor en la apología del matrimonio de homosexuales o en el humanitario alegato a favor del homicidio, perdón, de la eutanasia. Como todos no vamos a ser iguales, como todos no vamos a claudicar ante la dictadura de la conveniencia y del relativismo que el propio Papa ha denunciado a pie de cónclave, les advierto que a partir de ahora mi procesador de textos queda desprogramado para escribir la palabra Ratzinger. Automáticamente pondrá Benedicto XVI. Dejemos eso de Ratzinger para esos a los que ahora tenemos que dar el pésame por la elección de un Papa de la Fe, de la Moral, de la Verdad y de la Libertad. Aunque ellos no crean en el Papa. Que es lo más divertidamente contradictorio de todo.
EL FUNDAMENTALISTA CON FUNDAMENTO
Por Ignacio RUIZ QUINTANO/ ABC
AL maestro Jiménez Lozano, que las cogía al vuelo, quería dedicar uno la última de estas volaterías de miércoles, entre lisérgicas y mudejarillas, que terminan. Siendo la última, su tono podría parecer triste, solitario y final, a lo Osvaldo Soriano en el cementerio de Los Ángeles, cuando, husmeando en la vida de Stan Laurel y Oliver Hardy, tropezó con Philip Marlowe: «Hasta la vista, amigo. No te digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.»
Por cierto, que la cita de «El largo adiós» viene a ser como el «requiescat in pacem» que ha hecho suyo (claro que para el prójimo) esta izquierda nuestra que, como es divina, conoce, como Tomás de Kempis, la nadería de las cosas y sabe que, tratándose del otro mundo, lo mismo da llegar un poco antes o un poco después, aunque siempre quedará más progresista (en los prójimos) hacerlo antes.
«¡Vivan los médicos de Leganés!», rezaban ayer en su responso de progreso -del «progreso indefinido» de que tanto tabarreó Castelar- los manifestantes de la izquierda por las calles de Madrid. Pues que vivan los médicos de Leganés. Y los ingenieros del Carmelo. Pero, en el entretanto, a ver si pueden vivir también los vecinos sin pisos y tantos pacientes sin posibles ni latines. (Tan sin latines, ay, como Carmen Calvo, la de «¡Dori, por fin somos ministras!», que ha reducido el escolástico «dixit» a una jerga egabrense de miserables roedores llamados Dixie y Pixie.)
Extrañamente a la misma hora, en el cielo de Roma, unas volutas de humo blanco y las campanas tocando a gloria -humo y campanas en un siglo sin fe, pero con Internet- anticipaban al mundo las palabras formidables: «Annuntio vobis gaudium magnum Habemus Papam.» Un cardenal alemán, martillo de una posmodernidad podrida de silogismos y herejías, se había convertido en Benedicto XVI. Y ahora, ¿qué?
Ahora volvemos a la persecución de la verdad, que, según Gellner, siempre se ha regido por las leyes de la caza. Dos son los cazadores: el relativista y el fundamentalista. El tercer cazador, el puritano ilustrado, con el que Gellner hubiera simpatizado de haber tenido que hacerlo con alguno, se ha perdido. No quería caer en la tentación de abrazar la fácil posición relativista y, en cambio, compartía con el fundamentalista el supuesto de que la verdad es única, sólo que no creía poseerla él. Este puritano ilustrado se alejaba tanto de lo concreto que no podía ni atraer a las masas ni ayudar a alguien que se encontrara en una auténtica crisis. El fundamentalista lo despreciaba, y el relativista, también.
El relativista, si seguimos al pie de la letra la brillante exposición de Gellner, brujulea en los ambientes académicos y es más ruidoso que influyente: por el mero hecho de rechazar una verdad única pretende estar en posesión, no sólo de la verdad, sino de la virtud, y se ve como el heredero de una especie de revelación inversa: la que proclamó la igual validez de todas las verdades. El relativista, un progre después de todo, completa su imagen presentando su posición como una señal de excelencia moral.
En cuanto al fundamentalista, dice Gellner que no se lo estima apropiado para una sociedad cortés, pero que es fundamental por su fuerza: representa una reacción contra el fácil ecumenismo relativista que asegura la tolerancia vaciando de contenido la fe. El fundamentalista sostiene que la fe significa lo que afirma, y acusa al relativismo de falta de seriedad y de consecuencia, dado que un sistema de creencias tan ambiguo no puede procurar a nadie verdadera convicción moral. Y, si los editorialistas de progreso no consiguen hoy que resigne sus poderes, ése será el fundamento de Benedicto XVI.
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