Católicos en Norteamérica (y II)
DESDE GEORGETOWN
Católicos en Norteamérica (y II)
Por José María Marco
© Copyright Libertad Digital SA. Conde de Aranda 8, 28001 Madrid.Tocqueville tenía razón. Además de la natural tendencia a la unidad y la disciplina, a la Iglesia católica le ayudó su reflexión central acerca de la salvación por las obras, que encajaba tan bien o mejor que la ética protestante con el horizonte de trabajo duro y progreso personal que abría Estados Unidos.
El padre John McCloskey, del Opus Dei, personaje influyente en los círculos empresariales y periodísticos de Washington, es un buen ejemplo de cómo el catolicismo está bien enraizado en la mentalidad emprendedora americana. Su centro: el Catholic Information Center, capilla, oficina y librería al mismo tiempo, está situado en la calle K, por tradición sede de los lobbies en la capital de Estados Unidos.
A la Iglesia también le ayudó el flujo de inmigrantes católicos procedentes de Europa. Los irlandeses primero, luego los polacos y los italianos encontraron en la Iglesia católica acogida, centros de asistencia y de ayuda, instituciones educativas y una manera relativamente sencilla de integrarse en la sociedad norteamericana sin perder del todo sus raíces, que a la larga acababan identificadas con el catolicismo y que le dieron a éste un sustrato cultural propio, muy valioso pero no contradictorio con la identidad de la nueva nación.
Este proceso, que duró más de un siglo, hasta después de la Primera Guerra Mundial, no fue fácil. Algunos grupos políticos intentaron rentabilizar la mentalidad anticatólica para fines propios. El Ku Klux Klan, como los fundamentalistas laicos europeos, preconizaba que el Estado tuviera el monopolio de la educación, y en 1925 llevó a juicio a la Iglesia católica para prohibir sus instituciones religiosas. Lo consiguió en primera instancia, aunque el Tribunal Supremo rompió la sentencia. Según el Ku Klux Klan, la Iglesia católica era un peligro para Estados Unidos.
La Iglesia, por su parte, tuvo que encontrar su propio camino entre la pluralidad cultural de sus propios feligreses –de procedencias, idiomas y costumbres muy distintos–, su voluntad de salvaguardar la unidad doctrinal y organizativa y el designio de convertirse en una institución plenamente americana. No siempre fue consistente con sus propios valores. Su tibieza ante la esclavitud le enajenó la población negra, que encontró sus propias formas de religión y de liturgia en las Iglesias baptistas. Hoy mismo la Iglesia católica, con algunas excepciones –Baltimore y Chicago entre ellas–, no tiene mucho predicamento entre los creyentes negros.
Muchos grandes personajes descollaron a lo largo de esta gran historia. John Carroll, fundador de la Universidad de Georgetown en 1789, supo comprender muy pronto la importancia que la educación iba a tener para el futuro del catolicismo, y más particularmente del catolicismo en América. El cardenal James Gibbons, obispo de Baltimore entre 1877 y 1921, fue un decidido partidario de la integración del catolicismo en la nueva sociedad. En un famoso sermón en Santa María del Trastevere, en Roma, afirmó que el progreso de la Iglesia católica en Estados Unidos se debía en buena medida a la libertad en Norteamérica, y llegó a mostrar su agradecimiento por vivir en un país en el que el Gobierno protegía a la Iglesia sin meterse en sus asuntos.
John Ireland (1838-1918), primer obispo del Oeste (diócesis de Saint Paul), dio con una fórmula perfecta para definir el catolicismo norteamericano: "Trabaja como si todo dependiera de ti y reza como si todo dependiera de Dios".
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Tras unos años de intenso progreso, la Iglesia católica norteamericana se enfrentó a los mismos problemas que en el resto del mundo. En los años 60 prendió el activismo dentro de ella. Esta inquietud alcanzó su momento más dramático en los años 70, más precisamente en el año 1977, con la Conferencia Paz y Justicia de Detroit, que fue para la Iglesia católica de Estados Unidos como la Convención de Chicago de 1968 para el Partido Demócrata. Dio la impresión de que la Iglesia estaba bajo el control de minorías radicales.
En esos años hubo grupos radicales que intentaron contrarrestar esta influencia desde el otro lado del espectro ideológico, pero la reacción vino más bien a partir del hastío de la opinión pública y de una reflexión interna que llevó a rechazar tanto el activismo radical como el apego compulsivo a un tradicionalismo sin posible continuidad. Hoy las iglesias católicas de Estados Unidos, como los centros de enseñanza, son núcleos de asociacionismo muy vivo, están enraizadas en sus respectivas comunidades y muchas veces ofrecen, en la liturgia, una combinación de tradicionalismo e individualismo, de tono un poco protestante, que resulta sorprendente para el creyente o el observador europeo. Es común, aunque rara vez exclusivo, el uso del latín.
Aunque no siempre bien entendido, este nuevo conservadurismo encajaba bien con un catolicismo perfectamente integrado en la sociedad norteamericana y que refleja, con variaciones significativas pero pequeñas, el promedio de la sociedad americana. Según una encuesta de 1989, los católicos eran un poco más jóvenes y tenían ingresos –y estudios– algo superiores a los de la media, vivían en el Este más que en el Sur y, aunque contaban con menos creyentes negros, llegaban a un porcentaje sensiblemente superior de hispanos.
Hoy, más de 60 millones de norteamericanos se declaran católicos (en 1785 había 15.800 en Maryland y unos 7.000 en Pennsylvania). La población católica ha seguido creciendo en estos años, la red de establecimientos de enseñanza cuenta con 230 universidades y unos 1.200 institutos, que forman en conjunto a más de 3.200.000 alumnos y atraen por su prestigio a una población no católica. Tiene más de 630 hospitales.
Según Business Week, las 20.000 iglesias generaban en 2002 unos 7.500 millones de dólares anuales. La diferencia con las Iglesias católicas de los países europeos es evidente. Más aún, sin la Iglesia norteamericana la Iglesia católica estaría en serios apuros. El pequeño brote del otro lado del Atlántico se ha convertido en una de las raíces más sólidas de toda la Iglesia.
La Iglesia católica ha sufrido en estos años el escándalo de los abusos sexuales practicados por los sacerdotes católicos. Despertó los fantasmas de la corrupción de la Iglesia católica, y tocó una fibra muy sensible para una institución que se enorgullece de su vocación educativa.
A pesar de la recuperación del número de creyentes, es un hecho que el número de vocaciones no despega, y que la Iglesia norteamericana se enfrenta a la escasez de sacerdotes. Hay quien lo atribuye a las posiciones "conservadoras" de Juan Pablo II, pero como la obra del último Papa han tenido un efecto contrario en el número de fieles, incluso en la frecuentación de las iglesias, tal vez sea más verosímil intentar explicarlo en virtud de la prosperidad americana, que hace poco atractiva la dedicación profesional al sacerdocio. Es un problema nuevo, el de una sociedad muy rica que ha seguido siendo creyente, que quiere seguir siéndolo y se enfrenta al reto de encontrar nuevos líderes espirituales.
Otra hipótesis es que la Iglesia católica sigue siendo una institución misionera y evangelizadora, y la oferta de trabajo que ofrece hoy en día en Estados Unidos, limitada –por así decirlo– a la gestión de una fe madura, aunque exigente, no resulta demasiado atractiva.
Los restos del radicalismo de los años 60 y 70 y, en general, la opinión progresista reprochan a la Iglesia, tal como ha salido del pontificado de Juan Pablo II, su falta de voluntad de reforma. Con frecuencia se escucha que la Iglesia católica tiene que americanizarse, adaptarse a la moderna mentalidad norteamericana. Es un poco paradójico, no sólo porque la afirmación devuelve a tiempos ya pretéritos, sino porque a la Iglesia se le pide exactamente lo contrario de lo que se le pide a todo el mundo.
Se enarbola en este caso la bandera de la identidad americana, hecha, eso sí, de pluralismo. Pero si la identidad americana es plural, no se sabe por qué no podría admitir la doctrina de la Iglesia católica. Y, en cualquier caso, los fieles y los creyentes son libres de elegir.
En el fondo, esta posición sigue fiel al reflejo clásico que hace del catolicismo y, por extensión, de la religión los principales enemigos de la libertad y del progreso. La evolución de la Iglesia católica en Estados Unidos y, en general, la vitalidad de la religión en este país contradicen radicalmente ese prejuicio.
Políticamente, los católicos han tendido tradicionalmente al voto demócrata. Los republicanos representaban al votante blanco y protestante, y los católicos, con fuerte implantación en los sindicatos, tendían a un voto más progresista. La tendencia culminó con la campaña electoral de Kennedy, que consiguió la victoria sobre Nixon en 1960 gracias a los chanchullos de su padre y al apoyo masivo de los católicos.
La tendencia cambió tras las derivas radicales de los 70, y en particular gracias a Reagan. Como ha explicado Michael Novak, colaborador de Juan Pablo II, Reagan comprendió que una de las claves del voto de los católicos es, más aún que la autonomía individual, la familia. La insistencia en la familia le ganó un apoyo importante del voto de los católicos, que luego volvió a los demócratas, con Clinton, y ahora está de nuevo en disputa.
En las últimas elecciones Bush fue votado por entre el 47 y el 52 por ciento de los votantes católicos. Hay líderes católicos prominentes en ambos partidos (Jeb Bush, converso al catolicismo, en el republicano; Mario Cuomo en el demócrata). En total hay 128 representantes católicos en el Congreso, y 24 senadores. Ninguno de ellos puede dar por seguro el voto católico, por lo que hay pocas razones para seguir utilizando esta expresión.
La presencia de Bush en la catedral de San Mateo y luego en el funeral de Juan Pablo II, así como el elogio que el arzobispo McCarrick hizo del Papa recién fallecido, indican hasta qué punto el catolicismo, como predijo Tocqueville, ha pasado a formar parte de la naturaleza de la sociedad norteamericana.
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