¿Indultar a terroristas?
La imposible política del perdón
POR MIKEL BUESA CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
La Tercera de ABC. 25-MAYO-2005
POR MIKEL BUESA CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
La Tercera de ABC. 25-MAYO-2005
AUNQUE ya se sospechaba, las recientes declaraciones de Fernando Savater, contando que, en una reunión privada, el presidente del Gobierno relató haber recibido una oferta de ETA «con la única condición de que se dé salida a los terroristas presos», y las de Ramón Jáuregui en las que se ratifica que «el Gobierno sólo hablará con ETA del problema de los presos», han puesto sobre el tapete la intención del señor Rodríguez Zapatero de establecer una especie de intercambio de «paz» por medidas de gracia para los etarras encarcelados. Ello hace urgente la reflexión acerca de la concesión de indultos como contrapartida a una eventual tregua temporal por parte de esa banda o incluso al cese del terrorismo. Reflexión que es tanto más necesaria por cuanto el Gobierno parece haber renunciado al objetivo de vencer a ETA y prefiere pactar con ella.
El derecho de gracia -que nuestra Constitución reconoce como prerrogativa real, limitándola a casos individuales, pues, de forma rotunda, señala que el Rey «no podrá autorizar indultos generales»- es un residuo de las monarquías absolutas que ha permanecido en los sistemas democráticos a pesar de su difícil encaje con la proclamación de los valores de la justicia y la igualdad. Ello es así porque el perdón real supone un tratamiento desigual del indultado con respecto a quienes hubieran podido cometer un delito similar al suyo, e instaura, para el caso concreto al que se aplica, un estado de injusticia que puede agraviar a las víctimas de dicho delito. Es por este motivo por el que Immanuel Kant rechazó en su Metafísica de las costumbres la posibilidad del derecho de gracia con respecto a «los crímenes de los súbditos entre sí», porque, en tales casos, «la impunidad es la suma injusticia contra ellos». La amnistía, el indulto, el perdón que otorga el Estado no es, de este modo, sino la renuncia a resolver los conflictos mediante la aplicación del derecho, la dejación de la responsabilidad de administrar la justicia.
Sin duda con la conciencia de estas dificultades, nuestro legislador ordenó en la vigente ley de 18 de junio de 1870 que los indultos se decidieran sólo «por razones de justicia, equidad o utilidad pública», limitando así la acción del poder ejecutivo. Éste, según ha señalado recientemente el fiscal Fernando Sequeros, recordando la doctrina del Tribunal Supremo, ha de ajustarse a dos principios: por un lado, el de proporcionalidad, de manera que se reduzcan las penas que pudieran resultar excesivas; y por otro, el de reinserción social, exigiendo a los penados su arrepentimiento. Pues bien, ninguno de ambos supuestos es de aplicación a los terroristas de ETA; primero, porque, como se mostró en la discusión que precedió a la última reforma penal con respecto a ellos, las condenas que se les han venido aplicando, horadadas por beneficios penitenciarios a todas luces desmedidos, han sido en la práctica muy benignas, a la par que insuficientes; y segundo, porque la contrición ha estado ausente de las expresiones públicas de los terroristas y de ninguna manera puede interpretarse como acto de compunción un acuerdo político de «paz por presos».
Pero la inaplicabilidad de los indultos como procedimiento para satisfacer las exigencias de excarcelación que pudiera plantear ETA no sólo se deriva del derecho, sino también de la ética. Vladimir Jankélévitch, en su obra Le pardon, delimita con nitidez las tres condiciones que se requieren para definir el perdón. La primera alude al hecho de que éste es siempre «un acontecimiento... que tiene lugar en tal o cual instante del devenir histórico», que se sitúa en un momento determinado porque no es el tiempo el que perdona y el perdón no es olvido, pues para perdonar es ineludible la memoria del agravio. La segunda destaca que el perdón sólo se puede realizar dentro de «una relación personal entre dos hombres, el que perdona y el que es perdonado»; y, por ello, ningún perdón verdadero puede ser el resultado de una decisión colectiva, ningún parlamento ni ningún gobierno pueden perdonar en nombre de quien ha sido agraviado, «ni el Estado, ni el pueblo, ni la Historia -nos recuerda Sandrine Lefranc en su Politiques du pardon- pueden pretender perdonar». Y la tercera señala que el perdón se desenvuelve al margen de cualquier legalidad, pues es «un don gratuito del ofendido al ofensor»; y de ahí que, según señala Paul Ricoeur, «nunca se debe» y «sólo se puede demandar», pudiendo ser rechazado con toda legitimidad.
¿Cómo entonces el Gobierno del señor Rodríguez Zapatero puede aspirar a dar una solución «al problema de los presos»? ¿Cómo, incluso, se puede pretender que existe tal problema, haciendo una completa abstracción de las víctimas agraviadas por el terrorismo? Es evidente que cuando se intenta negociar medidas de gracia con los terroristas, se expropia a la vez, ilegítimamente, a esas víctimas su derecho a ser los sujetos del perdón. Y ello se hace tanto con respecto a las que vieron su vida arrebatada por asesinos como a las que hemos sufrido el dolor de su pérdida y no somos sino espectros supervivientes a los que no nos queda más que un hálito para expresar la reivindicación moral de nuestro resentimiento. Los que murieron nunca podrán perdonar, pues, bajo el peso de la losa que se cierne sobre ellos en los cementerios, jamás lograrán dar expresión al que hubiera podido ser su deseo; y nosotros, los que les hemos sobrevivido, no nos podemos poner en su lugar, pues, aunque hayamos vivido su ausencia, ni siquiera hemos rozado esa muerte que llegó para arrancárnoslos. El perdón a los que han cometido el delito más absoluto, a los que han perpetrado el crimen irreparable, no es posible bajo ninguna circunstancia por intenso que pudiera ser el deseo de un gobierno o, incluso, de una sociedad para concederlo.
Sólo los que hemos sido sus víctimas tenemos el derecho al perdón de los terroristas. Tal derecho se limita al agravio concreto que ha sufrido cada uno de nosotros personalmente, sin que pueda extenderse sobre el de otras víctimas, incluso cuando éstas fueran nuestros seres más queridos. Y podemos ejercerlo a nuestra voluntad, pues nadie tiene la potestad para exigírnoslo. Podemos negarnos a perdonar y reivindicar nuestro resentimiento -proclamando con Enrique Múgica, nuestro Defensor del Pueblo, que «ni olvidamos ni perdonamos»- sin que nadie tenga razón para reprochárnoslo.
El presidente del Gobierno tal vez quiera usurparnos nuestro derecho, tal vez desee propiciar, a través del indulto a terroristas, ejerciendo el perdón estatal, la realización de una injusticia contra nosotros y contra nuestros allegados, a los que día a día lloramos. Si lo hace, habrá minado la legitimidad del Estado democrático, habrá asentado su poder sobre la traición a los vivos y a los muertos, habrá impedido nuestra reivindicación de justicia y no de venganza -porque, aun en el límite en el que se nos ha colocado, seguimos creyendo que ni la más cruel de las represalias puede borrar la culpa de los asesinos-, y habrá hecho una vez más verdadera, porque la Historia se escribe muchas veces simplemente cambiando las fechas, la sentencia que dejó escrita Albert Camus: «Las víctimas acaban de llegar al colmo de su desgracia: se fastidian».
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