El cristianismo, esencia de Europa
Nuestros políticos no lo quieren reconocer, al menos se niegan a hacerlo constar en el Tratado para la constitución de Europa. Puede que tenga sentido, para quienes son apenas una especie animal más sobre la tierra, pero no para quienes ostentan una dignidad humana. Cercenada la dimensión espiritual, el hombre puede hundirse en el desolado mundo del horror.
La humanidad ha atravesado esos desiertos con demasiada frecuencia, repitiendo los mismos errores que lo alejan de su destino. Hoy vivimos nuevamente tiempos de incertidumbre y renunciamos fácilmente al consuelo que nos salva de la deshumanización.
Olvidamos nuestro pasado y renunciamos a los triunfos y logros obtenidos con tanto sacrificio. Volvemos a recrearnos en nuestra debilidad.
Juan Pablo II rogaba para que los hombres no olviden que hay que persistir en el esfuerzo para mantener una Europa unida. Fue en noviembre de 1982, en Santiago de Compostela.
excelentísimos e ilustrísimos señores, señoras,
hermanos,
1. Al final de mi peregrinación por tierras españolas, me detengo en esta espléndida catedral, tan estrechamente vinculada al apóstol Santiago y a la fe de España. Permitidme que ante todo agradezca vivamente a Su Majestad el Rey las significativas palabras que me ha dirigido al principio de este acto.
Este lugar, tan querido para los gallegos y españoles todos, ha sido en el pasado un punto de atracción y de convergencia para Europa y para toda la cristiandad. Por eso he querido encontrar aquí a distinguidos representantes de Organismos europeos, de los obispos y Organizaciones del continente. A todos dirijo mi deferente y cordial saludo, y con vosotros quiero reflexionar esta tarde sobre Europa.
Mi mirada se extiende en estos instantes sobre el continente europeo, sobre la inmensa red de vías de comunicación que unen entre sí a las ciudades y naciones que lo componen, y vuelvo a ver aquellos caminos que, ya desde la Edad Media, han conducido y conducen a Santiago de Compostela —como lo demuestra el Año Santo que se celebra este año— innumerables masas de peregrinos, atraídas por ιa devoción al Apóstol.
Desde los siglos XI y XII, bajo el impulso de los monjes de Cluny, los fieles de todos los rincones de Europa acuden cada vez con mayor frecuencia hacía el sepulcro de Santiago, alargando hasta el considerado «Fines terrae» de entonces aquel célebre «Camino de Santiago», por el que los españoles ya habían peregrinado. Y hallando asistencia y cobijo en figuras ejemplares de caridad, como Santo Domingo de la Calzada y San Juan Ortega, o en lugares como el santuario de la Virgen del Camino.
Aquí llegaban de Francia, Italia, Centroeuropa, los Países Nórdicos y las Naciones Eslavas, cristianos de toda condición social, desde los reyes a los más humildes habitantes de las aldeas; cristianos de todos los niveles espirituales, desde santos, como Francisco de Asís y Brígida de Suecia (por no citar tantos otros españoles), a los pecadores públicos en busca de penitencia.
Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la «memoria» de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de Europa ha nacido peregrinando.
2. La peregrinación a Santiago fue uno de los fuertes elementos que favorecieron la comprensión mutua de pueblos europeos tan diferentes, como los latinos, los germanos, celtas, anglosajones y eslavos. La peregrinación acercaba, relacionaba y unía entre sí a aquellas gentes que, siglo tras siglo, convencidas por la predicación de los testigos de Cristo, abrazaban el Evangelio y contemporáneamente, se puede afirmar, surgían como pueblos y naciones.
La historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio. Después de veinte siglos de historia, no obstante los conflictos sangrientos que han enfrentado a los pueblos de Europa, y a pesar de las crisis espirituales que han marcado la vida del continente — hasta poner a la conciencia de nuestro tiempo graves interrogantes sobre su suerte futura— se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo, y que precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes, de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria.
Y todavía en nuestros días, el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan.
3. Dirijo mí mirada a Europa como al continente que más ha contribuido al desarrollo del mundo, tanto en el terreno de las ideas como en el del trabajo, en el de las ciencias y las artes. Y mientras bendigo al Señor por haberlo iluminado con su luz evangélica desde los orígenes de la predicación apostólica, no puedo silenciar el estado de crisis en el que se encuentra, al asomarse al tercer milenio de la era cristiana.
Hablo a representantes de Organizaciones nacidas para la cooperación europea, y a hermanos en el Episcopado de las distintas Iglesias locales de Europa. La crisis alcanza la vida civil como la religiosa. En el plano civil, Europa se encuentra dividida. Unas fracturas innaturales privan a sus pueblos del derecho de encontrarse todos recíprocamente en un clima de amistad; y de aunar libremente sus esfuerzos y creatividad al servicio de una convivencia pacífica, o de una contribución solidaria a la solución de problemas que afectan a otros continentes. La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de ideologías secularizadas, que van desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un «nihilismo» que desarma la voluntad de afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo.
Europa está además dividida en el aspecto religioso: no tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos, cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a las personas y comunidades.
4. Por esto, yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo».
5. Si Europa es una, y puede serlo con el debido respeto a todas sus diferencias, incluidas las de los diversos sistemas políticos; si Europa vuelve a pensar en la vida social, con el vigor que tienen algunas afirmaciones de principio como las contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Declaración europea de los Derechos del Hombre, en el Acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa; si Europa vuelve a actuar, en la vida específicamente religiosa, con el debido conocimiento y respeto a Dios, en el que se basa todo el derecho y toda la justicia; si Europa abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir a su poder salvífico los confines de los estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo (Cfr. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978) 35 ss), su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor, antes bien se abrirá a un nuevo período de vida, tanto interior como exterior, benéfico y determinante para el mundo, amenazado constantemente por las nubes de la guerra y por un posible ciclón de holocausto atómico.
6. En estos instantes vienen a mí mente los nombres de grandes personalidades: hombres y mujeres que han dado esplendor y gloria a este continente por su talento, capacidad y virtudes. La lista es tan numerosa entre los pensadores, científicos, artistas, exploradores, inventores, jefes de estado, apóstoles y santos, que no permite abreviaciones. Estos constituyen un estimulante patrimonio de ejemplo y confianza. Europa tiene todavía en reserva energías humanas incomparables, capaces de sostenerla en esta histórica labor de renacimiento continental y de servicio a la humanidad.
Me es grato recordar ahora con sencillez la fuerza de espíritu de Teresa de Jesús, cuya memoria he querido especialmente honrar durante este viaje, y la generosidad de Maximiliano Kolbe mártir de la caridad en el campo de concentración de Auschwitz al que recientemente he proclamado santo. Pero merecen particular mención los Santos Benito de Nursia y Cirilo y Metodio, Patronos de Europa. Desde los primeros días de mi pontificado, no he dejado de subrayar mi solicitud por la vida de Europa, y de indicar cuáles son las enseñanzas que provienen del espíritu y acción del «patriarca de Occidente» y de los «dos hermanos griegos», apóstoles de los pueblos eslavos.
Benito supo aunar la romanidad con el Evangelio, el sentido de la universalidad y del derecho con el valor de Dios y de la persona humana. Con su conocida frase «ora et labora» — reza y trabaja—, nos ha dejado una regla válida aún hoy para el equilibrio de la persona y de la sociedad, amenazadas por el prevalecer del tener sobre el ser.
Los Santos Cirilo y Metodio supieron anticipar algunas cοnquistas, que han sido asumidas plenamente por la Iglesia en el Concilio Vaticano II, sobre la inculturación del mensaje evangélico en las respectivas civilizaciones, tomando la lengua, las costumbres y el espíritu de la estirpe con toda plenitud de su valor. Y esto lo realizaron en el siglo IX, con la aprobación y el apoyo de la Sede Apostólica, dando lugar así a aquella presencia del cristianismo entre los pueblos eslavos, que permanece todavía hoy insuprimible, a pesar de las actuales vicisitudes contingentes. A los tres Patronos de Europa he dedicado peregrinaciones, discursos, documentos pontificios y culto público, implorando sobre el continente su protección, y mostrando a la vez su pensamiento y su ejemplo a las nuevas generaciones.
La Iglesia es además consciente del lugar que le corresponde en la renovación espiritual y humana de Europa. Sin reivindicar ciertas posiciones que ocupó en el pasado y que la época actual ve como totalmente superadas, la misma Iglesia se pone al servicio, como Santa Sede y como comunidad católica, para contribuir a la consecución de aquellos fines, que procuren un auténtico bienestar material, cultural y espiritual a las naciones. Por ello, también a nivel diplomático, está presente por medio de sus Observadores en los diversos Organismos comunitarios no políticos; por la misma razón mantiene relaciones diplomáticas, lo más extensas posibles, con los Estados; por el mismo motivo ha participado, en calidad de miembro, en la Conferencia de Helsinki y en la firma de su importante Acta final, así como en las reuniones de Belgrado y de Madrid; esta última, reanudada hoy; y para la que formulo los mejores votos en momentos no fáciles para Europa.
Pero es la vida eclesial la que es llamada principalmente en causa, con el fin de continuar dando un testimonio de servicio y de amor, para contribuir a la superación de las actuales crisis del continente, como he tenido ocasión de repetir recientemente en el Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (Cfr. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad Consilium Conferentiarum Episcopalium Europae habita, die 5 oct. 1982: vide supra, pp. 689 ss.).
7. La ayuda de Dios está con nosotros. La oración de todos los creyentes nos acompaña. La buena voluntad de muchas personas desconocidas artífices de paz y de progreso, está presente en medio de nosotros, como una garantía de que este mensaje dirigido a los pueblos de Europa va a caer en un terreno fértil.
Jesucristo, el Señor de la historia, tiene abierto el futuro a las decisiones generosas y libres de todos aquellos que, acogiendo la gracia de las buenas inspiraciones, se comprometen a una acción decidida por la justicia y la caridad, en el marco del pleno respeto a la verdad y la libertad.
Encomiendo estos pensamientos a la Santísima Virgen, para que los bendiga y haga fecundos; y recordando el culto que se da a la Madre de Dios en los numerosos santuarios de Europa, desde Fátima a Ostra Brama, de Lourdes y Loreto a Częstochowa, le pido que acoja las plegarias de tantos corazones: para que el bien continúe siendo una gozosa realidad en Europa y Cristo tenga siempre unido nuestro continente a Dios.
Zenit - 09/11/1982 Este texto puede encontrarse en Análisis Digital.
Y también las más recientes palabras de Benedicto XVI.
(24-VV-2005)
¡Queridos hermanos y hermanas!
Mañana se celebra la fiesta del apóstol Santiago, hermano de Juan, de quien se veneran las reliquias en el célebre santuario de Compostela, en Galicia, meta de innumerables peregrinos de todas las partes de Europa. Ayer recordamos a santa Brígida de Suecia, patrona de Europa. El 11 de julio pasado se celebró san Benito, otro gran patrono del «viejo continente». Al contemplar a estos santos, viene espontáneamente la reflexión sobre la contribución que el cristianismo ha ofrecido y sigue ofreciendo a la construcción de Europa.
Quisiera hacerlo recordando la peregrinación que el siervo de Dios Juan Pablo II realizó, en 1982, a Santiago de Compostela, donde hizo un solemne «acto europeo» en el que pronunció aquellas memorables palabras: «Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: “Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes”» (9 de noviembre de 1982).
Juan Pablo II lanzó entonces el proyecto de una Europa consciente de su propia unidad espiritual, apoyada sobre el fundamento de los valores cristianos. Volvió a tocar este tema con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud de 1989, que tuvo lugar precisamente en Santiago de Compostela. Deseó una Europa sin fronteras, que no reniegue de las raíces cristianas, sobre las que surgió y que no renuncie al auténtico humanismo del Evangelio de Cristo. ¡Qué actual sigue siendo este llamamiento a la luz de los recientes acontecimientos del continente europeo!
En menos de un mes, también yo peregrinaré a una histórica catedral europea, la de Colonia, donde los jóvenes se han dado cita para su vigésima Jornada Mundial. Recemos para que las nuevas generaciones, encontrando su savia vital en Cristo, sepan ser en las sociedades europeas fermento de un humanismo renovado, en el que fe y razón cooperen en un fecundo diálogo por la promoción del hombre y la edificación de la auténtica paz. Lo pedimos a Dios por intercesión de María santísima, que vela como madre y reina en el camino de todas las naciones.
La humanidad ha atravesado esos desiertos con demasiada frecuencia, repitiendo los mismos errores que lo alejan de su destino. Hoy vivimos nuevamente tiempos de incertidumbre y renunciamos fácilmente al consuelo que nos salva de la deshumanización.
Olvidamos nuestro pasado y renunciamos a los triunfos y logros obtenidos con tanto sacrificio. Volvemos a recrearnos en nuestra debilidad.
Juan Pablo II rogaba para que los hombres no olviden que hay que persistir en el esfuerzo para mantener una Europa unida. Fue en noviembre de 1982, en Santiago de Compostela.
Discurso del Papa Juan Pablo II en el acto europeo en Santiago de Compostela
Majestades,excelentísimos e ilustrísimos señores, señoras,
hermanos,
1. Al final de mi peregrinación por tierras españolas, me detengo en esta espléndida catedral, tan estrechamente vinculada al apóstol Santiago y a la fe de España. Permitidme que ante todo agradezca vivamente a Su Majestad el Rey las significativas palabras que me ha dirigido al principio de este acto.
Este lugar, tan querido para los gallegos y españoles todos, ha sido en el pasado un punto de atracción y de convergencia para Europa y para toda la cristiandad. Por eso he querido encontrar aquí a distinguidos representantes de Organismos europeos, de los obispos y Organizaciones del continente. A todos dirijo mi deferente y cordial saludo, y con vosotros quiero reflexionar esta tarde sobre Europa.
Mi mirada se extiende en estos instantes sobre el continente europeo, sobre la inmensa red de vías de comunicación que unen entre sí a las ciudades y naciones que lo componen, y vuelvo a ver aquellos caminos que, ya desde la Edad Media, han conducido y conducen a Santiago de Compostela —como lo demuestra el Año Santo que se celebra este año— innumerables masas de peregrinos, atraídas por ιa devoción al Apóstol.
Desde los siglos XI y XII, bajo el impulso de los monjes de Cluny, los fieles de todos los rincones de Europa acuden cada vez con mayor frecuencia hacía el sepulcro de Santiago, alargando hasta el considerado «Fines terrae» de entonces aquel célebre «Camino de Santiago», por el que los españoles ya habían peregrinado. Y hallando asistencia y cobijo en figuras ejemplares de caridad, como Santo Domingo de la Calzada y San Juan Ortega, o en lugares como el santuario de la Virgen del Camino.
Aquí llegaban de Francia, Italia, Centroeuropa, los Países Nórdicos y las Naciones Eslavas, cristianos de toda condición social, desde los reyes a los más humildes habitantes de las aldeas; cristianos de todos los niveles espirituales, desde santos, como Francisco de Asís y Brígida de Suecia (por no citar tantos otros españoles), a los pecadores públicos en busca de penitencia.
Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la «memoria» de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de Europa ha nacido peregrinando.
2. La peregrinación a Santiago fue uno de los fuertes elementos que favorecieron la comprensión mutua de pueblos europeos tan diferentes, como los latinos, los germanos, celtas, anglosajones y eslavos. La peregrinación acercaba, relacionaba y unía entre sí a aquellas gentes que, siglo tras siglo, convencidas por la predicación de los testigos de Cristo, abrazaban el Evangelio y contemporáneamente, se puede afirmar, surgían como pueblos y naciones.
La historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio. Después de veinte siglos de historia, no obstante los conflictos sangrientos que han enfrentado a los pueblos de Europa, y a pesar de las crisis espirituales que han marcado la vida del continente — hasta poner a la conciencia de nuestro tiempo graves interrogantes sobre su suerte futura— se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo, y que precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes, de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria.
Y todavía en nuestros días, el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan.
3. Dirijo mí mirada a Europa como al continente que más ha contribuido al desarrollo del mundo, tanto en el terreno de las ideas como en el del trabajo, en el de las ciencias y las artes. Y mientras bendigo al Señor por haberlo iluminado con su luz evangélica desde los orígenes de la predicación apostólica, no puedo silenciar el estado de crisis en el que se encuentra, al asomarse al tercer milenio de la era cristiana.
Hablo a representantes de Organizaciones nacidas para la cooperación europea, y a hermanos en el Episcopado de las distintas Iglesias locales de Europa. La crisis alcanza la vida civil como la religiosa. En el plano civil, Europa se encuentra dividida. Unas fracturas innaturales privan a sus pueblos del derecho de encontrarse todos recíprocamente en un clima de amistad; y de aunar libremente sus esfuerzos y creatividad al servicio de una convivencia pacífica, o de una contribución solidaria a la solución de problemas que afectan a otros continentes. La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de ideologías secularizadas, que van desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un «nihilismo» que desarma la voluntad de afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo.
Europa está además dividida en el aspecto religioso: no tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos, cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a las personas y comunidades.
4. Por esto, yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo».
5. Si Europa es una, y puede serlo con el debido respeto a todas sus diferencias, incluidas las de los diversos sistemas políticos; si Europa vuelve a pensar en la vida social, con el vigor que tienen algunas afirmaciones de principio como las contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Declaración europea de los Derechos del Hombre, en el Acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa; si Europa vuelve a actuar, en la vida específicamente religiosa, con el debido conocimiento y respeto a Dios, en el que se basa todo el derecho y toda la justicia; si Europa abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir a su poder salvífico los confines de los estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo (Cfr. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978) 35 ss), su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor, antes bien se abrirá a un nuevo período de vida, tanto interior como exterior, benéfico y determinante para el mundo, amenazado constantemente por las nubes de la guerra y por un posible ciclón de holocausto atómico.
6. En estos instantes vienen a mí mente los nombres de grandes personalidades: hombres y mujeres que han dado esplendor y gloria a este continente por su talento, capacidad y virtudes. La lista es tan numerosa entre los pensadores, científicos, artistas, exploradores, inventores, jefes de estado, apóstoles y santos, que no permite abreviaciones. Estos constituyen un estimulante patrimonio de ejemplo y confianza. Europa tiene todavía en reserva energías humanas incomparables, capaces de sostenerla en esta histórica labor de renacimiento continental y de servicio a la humanidad.
Me es grato recordar ahora con sencillez la fuerza de espíritu de Teresa de Jesús, cuya memoria he querido especialmente honrar durante este viaje, y la generosidad de Maximiliano Kolbe mártir de la caridad en el campo de concentración de Auschwitz al que recientemente he proclamado santo. Pero merecen particular mención los Santos Benito de Nursia y Cirilo y Metodio, Patronos de Europa. Desde los primeros días de mi pontificado, no he dejado de subrayar mi solicitud por la vida de Europa, y de indicar cuáles son las enseñanzas que provienen del espíritu y acción del «patriarca de Occidente» y de los «dos hermanos griegos», apóstoles de los pueblos eslavos.
Benito supo aunar la romanidad con el Evangelio, el sentido de la universalidad y del derecho con el valor de Dios y de la persona humana. Con su conocida frase «ora et labora» — reza y trabaja—, nos ha dejado una regla válida aún hoy para el equilibrio de la persona y de la sociedad, amenazadas por el prevalecer del tener sobre el ser.
Los Santos Cirilo y Metodio supieron anticipar algunas cοnquistas, que han sido asumidas plenamente por la Iglesia en el Concilio Vaticano II, sobre la inculturación del mensaje evangélico en las respectivas civilizaciones, tomando la lengua, las costumbres y el espíritu de la estirpe con toda plenitud de su valor. Y esto lo realizaron en el siglo IX, con la aprobación y el apoyo de la Sede Apostólica, dando lugar así a aquella presencia del cristianismo entre los pueblos eslavos, que permanece todavía hoy insuprimible, a pesar de las actuales vicisitudes contingentes. A los tres Patronos de Europa he dedicado peregrinaciones, discursos, documentos pontificios y culto público, implorando sobre el continente su protección, y mostrando a la vez su pensamiento y su ejemplo a las nuevas generaciones.
La Iglesia es además consciente del lugar que le corresponde en la renovación espiritual y humana de Europa. Sin reivindicar ciertas posiciones que ocupó en el pasado y que la época actual ve como totalmente superadas, la misma Iglesia se pone al servicio, como Santa Sede y como comunidad católica, para contribuir a la consecución de aquellos fines, que procuren un auténtico bienestar material, cultural y espiritual a las naciones. Por ello, también a nivel diplomático, está presente por medio de sus Observadores en los diversos Organismos comunitarios no políticos; por la misma razón mantiene relaciones diplomáticas, lo más extensas posibles, con los Estados; por el mismo motivo ha participado, en calidad de miembro, en la Conferencia de Helsinki y en la firma de su importante Acta final, así como en las reuniones de Belgrado y de Madrid; esta última, reanudada hoy; y para la que formulo los mejores votos en momentos no fáciles para Europa.
Pero es la vida eclesial la que es llamada principalmente en causa, con el fin de continuar dando un testimonio de servicio y de amor, para contribuir a la superación de las actuales crisis del continente, como he tenido ocasión de repetir recientemente en el Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (Cfr. Ioannis Pauli PP. II Allocutio ad Consilium Conferentiarum Episcopalium Europae habita, die 5 oct. 1982: vide supra, pp. 689 ss.).
7. La ayuda de Dios está con nosotros. La oración de todos los creyentes nos acompaña. La buena voluntad de muchas personas desconocidas artífices de paz y de progreso, está presente en medio de nosotros, como una garantía de que este mensaje dirigido a los pueblos de Europa va a caer en un terreno fértil.
Jesucristo, el Señor de la historia, tiene abierto el futuro a las decisiones generosas y libres de todos aquellos que, acogiendo la gracia de las buenas inspiraciones, se comprometen a una acción decidida por la justicia y la caridad, en el marco del pleno respeto a la verdad y la libertad.
Encomiendo estos pensamientos a la Santísima Virgen, para que los bendiga y haga fecundos; y recordando el culto que se da a la Madre de Dios en los numerosos santuarios de Europa, desde Fátima a Ostra Brama, de Lourdes y Loreto a Częstochowa, le pido que acoja las plegarias de tantos corazones: para que el bien continúe siendo una gozosa realidad en Europa y Cristo tenga siempre unido nuestro continente a Dios.
Zenit - 09/11/1982 Este texto puede encontrarse en Análisis Digital.
Y también las más recientes palabras de Benedicto XVI.
(24-VV-2005)
¡Queridos hermanos y hermanas!
Mañana se celebra la fiesta del apóstol Santiago, hermano de Juan, de quien se veneran las reliquias en el célebre santuario de Compostela, en Galicia, meta de innumerables peregrinos de todas las partes de Europa. Ayer recordamos a santa Brígida de Suecia, patrona de Europa. El 11 de julio pasado se celebró san Benito, otro gran patrono del «viejo continente». Al contemplar a estos santos, viene espontáneamente la reflexión sobre la contribución que el cristianismo ha ofrecido y sigue ofreciendo a la construcción de Europa.
Quisiera hacerlo recordando la peregrinación que el siervo de Dios Juan Pablo II realizó, en 1982, a Santiago de Compostela, donde hizo un solemne «acto europeo» en el que pronunció aquellas memorables palabras: «Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: “Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes”» (9 de noviembre de 1982).
Juan Pablo II lanzó entonces el proyecto de una Europa consciente de su propia unidad espiritual, apoyada sobre el fundamento de los valores cristianos. Volvió a tocar este tema con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud de 1989, que tuvo lugar precisamente en Santiago de Compostela. Deseó una Europa sin fronteras, que no reniegue de las raíces cristianas, sobre las que surgió y que no renuncie al auténtico humanismo del Evangelio de Cristo. ¡Qué actual sigue siendo este llamamiento a la luz de los recientes acontecimientos del continente europeo!
En menos de un mes, también yo peregrinaré a una histórica catedral europea, la de Colonia, donde los jóvenes se han dado cita para su vigésima Jornada Mundial. Recemos para que las nuevas generaciones, encontrando su savia vital en Cristo, sepan ser en las sociedades europeas fermento de un humanismo renovado, en el que fe y razón cooperen en un fecundo diálogo por la promoción del hombre y la edificación de la auténtica paz. Lo pedimos a Dios por intercesión de María santísima, que vela como madre y reina en el camino de todas las naciones.
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