El valor que le damos a la vida
POCAS situaciones en tiempos recientes han generado tanta controversia como la suerte de Terri Schiavo, a quien la Justicia retiró la alimentación asistida que la mantenía con vida. Nuestros pensamientos están con su familia y esposo, con quienes batallaron contra esta difícil decisión y con quienes lamentan su pérdida. Durante semanas, la suerte de Terri acaparó las primeras planas de los periódicos no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, y captó niveles de atención política y religiosa sin precedentes. Al final, resultó buena toda esa atención, puesto que se reafirmó el alto valor que le asignamos a la vida y al principio de que no se debe tratar con ligereza.
Terri se mantuvo con vida durante quince años gracias a una dieta líquida concentrada, rica en nutrientes, con un costo médico considerable. A mediados de los ochenta, al inicio de la pandemia de sida en Norteamérica y Europa, miles de enfermos que eran incapaces de digerir alimentos recibieron una dieta similar. Sin la alimentación asistida, también habrían muerto. Muchas de las primeras víctimas de la enfermedad sencillamente murieron de hambre porque ya no podían comer con normalidad.
En Estados Unidos, el costo de mantener a un paciente bajo alimentación asistida en el ámbito hospitalario supera los 250.000 dólares al año; los costes de una atención domiciliaria, aunque menores, siguen siendo muy altos. Los contribuyentes de los países desarrollados jamás cuestionarían este gasto, ni deberían hacerlo. La vida no tiene precio, y no se debe evaluar desde la perspectiva de costo-beneficio.
El debate en torno a Terri Schiavo era un debate básicamente moral, que sólo puede darse en el mundo desarrollado. Es un lujo que nosotros, en África, no podemos permitirnos. Para millones de familias afectadas por el sida en este continente dicho debate es impensable. Aquí, cada día, la única alternativa que les queda a muchos niños es ver morir lentamente de hambre a sus padres y sucumbir a infecciones que no pueden combatir por encontrarse demasiado débiles y desnutridos. Ningún país donante se ha comprometido con una campaña dedicada a nutrir a estas personas.
Se han logrado compromisos loables para financiar antirretrovirales y la cantidad de personas que los reciben va en aumento, pero no se ha logrado que estos compromisos incluyan la financiación necesaria para asegurar que estos pacientes y sus familias reciban alimentación. Todo esto resulta difícil de comprender. Los políticos de los países desarrollados aún perciben el sida a través de la lente de sus propias experiencias. Simplemente, se asume que la nutrición está garantizada, y esto es un gran error.
En África, los enfermos de sida que son admitidos en los hospitales llegan desnutridos y, desafortunadamente, no existe un mecanismo sistemático para atender sus necesidades. Todavía no se ha logrado un consenso científico sobre las necesidades especiales que se requiere atender, pero sí sabemos que una buena nutrición refuerza el sistema inmunológico y ayuda a las personas a combatir infecciones que resultan fatales para las personas con VIH. Sabemos también que el tratamiento antirretroviral tiene una mayor posibilidad de éxito cuando las enfermos están mejor alimentados, pero la mayoría de los treinta millones de personas enfermas de sida en África ni siquiera cuentan con los nutrientes básicos requeridos por un ser humano para vivir una vida sana; aún menos para poder contrarrestar la tuberculosis y otras infecciones oportunistas que los acechan.
Los gobiernos no han asumido la responsabilidad de asegurar la nutrición en sus programas y políticas sobre sida. Este hecho se observa con mayor claridad en los países de la región sur de África, donde la ONU y las ONGs se esfuerzan por satisfacer las tremendas necesidades alimentarias de la gente. El Programa Mundial de Alimentos -desde hace tiempo uno de los principales impulsores de esta causa- continua luchando para poder obtener los fondos requeridos. La alimentación, junto con la educación, representa la primera línea de defensa contra el sida. Las investigaciones indican que las personas que se encuentran bien nutridas tienden a tomar las medicinas prescritas; también se sienten mejor y trabajan por más tiempo. Todo ello, unido al paulatino incremento en la disponibilidad, a mejor precio, de la terapia antirretroviral, podría lograr mejoras sustanciales en la lucha contra esta terrible pandemia.
Uno de cada tres africanos -con o sin VIH- está desnutrido. El VIH produce más hambre, acabando con la energía necesaria que las personas necesitan para atender los cultivos o generar ingresos. Al atacar primero a los cabezas de familia, el virus consigue minar el estado nutricional de familias y comunidades enteras, lanzándolas a una espiral de indigencia que, a su vez, empuja a algunos hacia actividades tales como la prostitución, exponiéndoles a un riesgo aún mayor de infección. El sida, junto con la sequía y las dificultades económicas, está reduciendo la capacidad de regiones enteras para producir sus propios alimentos, como es el caso en el sur de África.
La pandemia también está destruyendo el sistema de salud, matando a doctores y enfermeras a un ritmo que sobrepasa la capacidad de nuestras sociedades para crear y entrenar a nuevo personal médico. Incluso antes de la crisis, muchos de los países en desarrollo no contaban con los recursos necesarios para proporcionar una adecuada atención médica a sus ciudadanos. Ahora, con una de cada cuatro personas infectadas por VIH en los países más afectados, muchos de estos sistemas de salud están al borde del colapso.
Resulta tentador dirigir todas nuestras energías sólo hacia el tratamiento, pero el sida ataca en muchos frentes. Aquellos que reciben medicamentos también deben recibir una buena alimentación. Las dietas adecuadas también pueden ayudar a las personas a mantenerse saludables más tiempo. Ni Terri Schiavo ni los millones de africanos desnutridos con VIH han tenido voz ni voto en las decisiones que se toman lejos de sus camas, aun cuando estas decisiones representen la diferencia entre la vida y la muerte. Al menos en el caso de Terri Schiavo, sí había alternativas, mientras que una nación entera, junto con la mayor parte del mundo, se involucró en un debate que al final otorgó un enorme valor a una vida individual. ¿Cuándo va a tener el mismo valor la vida de un africano pobre con sida?
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