2005-06-17

La razón del apoyo de los obispos a la manifestación


Esta conducta episcopal excepcional corresponde a una situación aún más excepcional. El desafío al que se enfrenta la sociedad española con la reforma del Código Civil que se prepara es de magnitud histórica. La Iglesia Católica nunca se ha encontrado en los dos mil años de su existencia con nada parecido. Porque ninguna legislación ha pretendido jamás ignorar que el matrimonio es la unión de un hombre y de una mujer. ¿Se ha pensado bien lo que esto significa para las personas y para la sociedad de hoy y del futuro?

Es justo que determinados grupos minoritarios quieran vivir según sus puntos de vista sin ser por ello discriminados por las leyes. Pero ¿qué es lo que en realidad va a suceder en España con la mencionada reforma del Código Civil? ¿Es verdad que significará tan sólo la eliminación de la supuesta discriminación que sufren quienes quieren «casarse» con personas del mismo sexo, sin que esto comporte imposición ni daño alguno para las mayorías, que seguirán prefiriendo hacerlo con personas de sexo diferente?

Pues no, no es verdad. La reforma del Código Civil dejará sin reconocimiento y sin protección legal específica al matrimonio que se supone que seguirá siendo el de las mayorías. El matrimonio ya no será en nuestras leyes la unión de un hombre y una mujer, sino cualquier tipo de unión. Porque la reforma elimina sistemáticamente del Código Civil toda referencia a la diversidad de sexos como elemento constitutivo del matrimonio. De modo que no son las uniones de personas del mismo sexo las que se equiparan al matrimonio, sino que es el matrimonio el que se desvanece para dar cabida a todo. Esta eliminación legal del matrimonio no se ha dado hasta ahora -que sepamos- en ningún país del mundo. Lo que se ha hecho en dos o tres de ellos es equiparar de algún modo los efectos jurídicos de las uniones del mismo sexo al matrimonio, que sigue siendo allí la unión de un hombre y una mujer. Aquí, en España, se retrocede mucho más atrás. Involucionamos a aquella situación prejurídica (si es que alguna vez se ha dado) en la que no había leyes que tutelaran la realidad humana básica de la unión firme entre dos personas que se comprometen a ser padre y madre en virtud de su mutua complementariedad sexual. Es decir, que el matrimonio, en su realidad propia, queda fuera de la ley. ¿No perjudica esto a la gran mayoría de las personas y a la sociedad en su conjunto?

Pensemos sólo en una consecuencia inmediata de esta legislación devastadora. ¿Qué tendrá que enseñar la escuela acerca del matrimonio si quiere estar de acuerdo con las nuevas leyes supuestamente no discriminatorias? Los hijos de las mayorías tendrán que aprender que el matrimonio es una unión coyuntural de personas de cualquier sexo. ¿No será esto realmente una imposición dañina para todos? ¿Lo han pensado bien quienes creen que esta legislación es buena para algunos y que no incide negativamente en la vida de casi nadie? ¿Han pensado en sus propios hijos? ¿Han pensado en que, por la fuerza de la ley, se les impondrá una concepción de las relaciones humanas contradictoria con la realidad antropológica de la unión conyugal? ¿No quedan indefensos legalmente quienes deseen formar a los jóvenes para el matrimonio? ¿No se retirarán las ayudas oficiales a los centros que osen persistir en enseñar -en contra de la ley- que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer?

La Iglesia reconoce la realidad humana de la unión del varón y la mujer como la base antropológica del sacramento del matrimonio. Esa unión no siempre es sacramento cristiano, pero siempre es una realidad humana sagrada. Quienes no están obligados al matrimonio canónico, por no ser católicos, y contraen matrimonio según la recta razón, adquieren un compromiso social y de conciencia que la Iglesia reconoce en toda su densidad humana y religiosa. Es un matrimonio indisoluble también para la legislación eclesial. Pues bien, la destrucción de esa base antropológica esencial para la vida de las personas no debería dejar indiferente a nadie, y menos a los católicos. Todos estamos obligados a tratar de procurar por medios legítimos que se dicten leyes justas. En este caso, leyes que reconozcan y tutelen la realidad conyugal. Hemos de oponernos de modo claro e incisivo a una legislación contraria a la razón que redefine el matrimonio como un contrato provisional sin referencia alguna al sexo de los contrayentes. No hay en esto ninguna invasión de campos ajenos. Nadie le niega al Parlamento la legitimidad para legislar. Pero todos podemos pedirle que legisle de acuerdo con la justicia; en este caso, reconociendo y tutelando el matrimonio como bien humano básico, cuya estructura fundamental no está al arbitrio de nadie.

Las generaciones venideras nos pedirán cuentas de lo que hayamos hecho en estos días. No debe quedar duda de que, ante una injusticia legal sin precedentes, hemos defendido sin vacilar la institución del matrimonio y el bien de las personas, en particular el de los niños y de los jóvenes. Por eso apoyan los obispos la manifestación de mañana. Por eso algunos también se harán presentes en la marcha. Por eso estaremos en la calle muchos católicos que no la frecuentamos para manifestarnos, pero que somos conscientes de que ésta es una cita única con la historia.