Biografía de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI
Redacción de Análisis Digital - 19/04/2005 Joseph RATZINGER (1927-
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional, Decano del Colegio de Cardenales, nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, de la diócesis de Passau, Alemania.
Estudió en la Escuela Superior de Filosofía, en Freising y en la Universidad de Münich, en Münich, donde se doctoró en Teología. Fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951, tras lo que continuó sus estudios de 1951 a 1952. Ese mismo año, y hasta 1959, fue miembro de la Facultad de la Escuela Superior de Filosofía y Teología, en Freising. Tras ello, pasó por la Universidad de Bonn, donde estuvo de 1959 a 1963, año en el que pasó por la Universidad de Münster hasta 1969. De 1966 a 1969 estuvo en la Universidad de Tübingen, y de 1969 a 1977 en la Universidad de Ratisbona. Fue vice-presidente de la Universidad de Ratisbona de 1969 a 1977; perito, en el Concilio Vaticano II, de 1962 a 1965 y Miembro de la Comisión Teológica Internacional de 1969 a 1977.
Fue elegido Arzobispo de Münich y Freising el 24 de marzo de 1977 y consagrado el 28 de mayo de 1977, en Münich, por Josef Stange, Obispo de Würzburg.
Creado Cardenal presbítero, el 27 de junio de 1977, recibió la birreta roja y el título de S. Maria Consolatrice al Tiburtino, el 27 de junio de 1977. El cardenal Ratzinger asistió a la IV Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Ciudad del Vaticano, del 30 de setiembre al 29 de octubre de 1977. Participó en el Cónclave del 25 al 26 de agosto de 1978.
Fue enviado especial del Papa al III Congreso Mariológico Internacional, en Guayaquil, Ecuador, del 16 al 24 de setiembre de 1978 y participó en el Cónclave del 14 al 16 de octubre de 1978, de donda salió Papa su predecesor, Juan Pablo II. Asistió a la V Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en la Ciudad del Vaticano, del 26 de setiembre al 25 de octubre de 1980, y fue el relator general y miembro del secretariado general de 1980 a 1983.
Nombrado prefecto de la S.C. para la Doctrina de la Fe, presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, y presidente de Comisión Teológica Internacional, el 25 de noviembre de 1981, renunció al gobierno pastoral de la Arquidiócesis, el 15 de febrero de 1982. Asistió a la VI Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 29 de setiembre al 28 de octubre de 1983; fue uno de los tres presidentes delegados; miembro del secretariado general, de 1983 a 1986. Asistió a la II Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Ciudad del Vaticano, del 24 de noviembre al 8 de diciembre 1985; presidente de la Comisión para la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, que luego de 6 años de trabajo (1986-92) presentó el Nuevo Catecismo al Santo Padre; miembro del secretariado general hasta 1987.
Asistió a la VII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 1 al 30 de octubre de 1987; miembro del secretariado general, de 1987 a 1990. Asistió a la VIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 30 de setiembre al 28 de octubre de 1990; miembro del secretariado general, de 1990 a 1994. Asistió a la I Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 28 de noviembre al 14 de diciembre de 1991. Nombrado Obispo del título de la sede suburbicaria de Velletri-Segni, el 5 de abril de 1993. Asistió a la Asamblea Especial para Africa del Sínodo de los Obispos, Ciudad del Vaticano, del 10 de abril al 8 de mayo de 1994; a la IX Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en la Ciudad Vaticana, del 2 al 29 de octubre de 1994. Asistió a la Asamblea Especial para América del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997; asistió a la Asamblea Especial para Asia del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 19 de abril al 18 de mayo de 1998. Elegido vice-decano del Colegio de Cardenales, el 9 de noviembre de 1998. Asistió a la Asamblea Especial para Oceanía de Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 22 de noviembre al 12 de diciembre de 1998. Fue enviado especial del Papa a las celebraciones por el XII centenario de la creación de la diócesis de Paderborn, Alemania, el 3 de enero de 1999. Asistió a la II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 1 al 23 de octubre de 1999. Laurea honoris causa en jurisprudencia por la Libera Università Maria Santissima Assunta, 10 de noviembre 1999; miembro honorario de la Pontificia Academia de Ciencias, 13 de noviembre 2000.
Dentro de la Curia Romana hasta su nombramiento como Papa fue miembro de la Secretaría de Estado, de las Sagradas Congregaciones Iglesias Orientales, del Culto Divino y Sacramentos, Obispos, Evangelización de los pueblos. Miembro, también, de Educación católica, del Pontificio Consejo para la Unidad de los cristianos, Cultura y de las Comisiones para América Latina y Ecclesia Dei.
Este año, el todavía cardenal Ratzinger recibió por encargo del Santo Padre Juan Pablo II, la reflexión del Via Crucis durante la Semana Santa de 2005.
Entre sus obras se encuentra: Introducción al Cristianismo; Informe sobre la Fe; Una Mirada a Europa; Sal de la Tierra; Mi Vida. Memorias: 1927-1977; Cooperadores de la Verdad; Verdad y Tolerancia; El Espíritu de la Liturgia; etc.
UN OBRERO DE LA MIES
Alfonso Sánchez-Rey. Doctor en Filología Hispánica y Teólogo.
Hay que ver lo bien que hace las cosas la Iglesia. A veces algunos dicen que no, que da pocas a derechas, pero me temo que se equivocan. La Iglesia, la Esposa de Cristo, hace maravillosamente bien las cosas. Es cuestión de ser buen hijo y mirar con objetividad. La entrada a la capilla sixtina, el juramento de los cardenales, el marco incomparable de toda la hermosura renacentista, hecha de verdad estética, y la responsabilidad de unos hombres, sobrecogidos por el momento, y a la vez amparados por la fe. Todo lleno de esplendor y sencillez a un tiempo. Porque Dios es así.
Cuando el maestro de ceremonias, el arzobispo Marini, dijo el “extra omnes”, y aquellos 115 cardenales quedaron detrás de unas puertas imponentes, toda la cristiandad se quedó en un suspiro, y todo el mundo en una curiosidad expectante. La soledad de 115 hombres puede ser muy densa, sin ninguna posibilidad de mediatizar y ser mediatizados. Ya es paradoja en una sociedad de la comunicación. Pero está el Espíritu. Ese soplo del Espíritu que siempre está al quite y que, casi metafóricamente agita las casullas de los cardenales en la misa de funeral por el papa fallecido, y pasa las hojas de los evangelios, y sabe detenerlas luego cerrando el libro, como diciendo: la vida se ha cumplido, ahora se inicia la Vida, así con mayúscula. Aquellos 115 hombres, sin embargo, no estaban solos en su soledad. Con la promesa de ese Espíritu que sopla y hace arder, estaba la oración inmensa, incesante, de toda la Iglesia, que llenaba las estancias de toda el área del cónclave: desde los espacios de Santa Marta, hasta las vigorosas figuras de Miguel Ángel que iluminan la historia del hombre. Y allí los cardenales, esos hombres solos pero acompañados por la comunión de los santos de la oración de todos los bautizados, veían, han visto, a un hombre creado y redimido, un hombre juzgado, y arrebatado por la misericordia de un Dios que no sólo es Juez, un hombre que entonces, como ahora, necesitaba y necesita de Dios. Un hombre que necesita, más que nunca, luz, la luz de una verdad que sostenga, de una belleza que haga vibrar, de un bien que se descubra y llene el corazón, de una esperanza que ilumine el horizonte. Toda la Iglesia allí, con sentido de orfandad, y necesidad de tener a un Pastor y guía.
Un único contacto: el humo. Algo tan sencillo como lo negro y lo blanco. La tristeza o la alegría. Y en una tarde plomiza de abril, aunque al principio resultara un poco incierto (como a veces ocurre), el blanco se abrió paso. Y sonaron las campanas.
Nervios e incertidumbre. Pero puede más la alegría. Para un hijo de Dios, para un hijo de la Iglesia ¿qué más da quién sea el Papa? Lo importante es que el Papa sea. Las etiquetas que las pongan quienes siempre ponen etiquetas. Para un hijo de Dios, para un hijo de la Iglesia, el Papa es, como decía una santa llena de fortaleza, y defensora del Papado: “el dulce Cristo en la tierra”. Y con eso queda dicho todo.
¿Quién es el Papa? Quien lo tenía que anunciar, el cardenal Medina Estévez, quizá consciente de la expectación, nos ha mantenido un poco en la incertidumbre, hasta que no le ha quedado más remedio que decirlo: Joseph Ratzinger.
Y este alemán tímido ha salido detrás de la cruz procesional y nos ha regalado su sonrisa, levantando los brazos de una forma singular, distinta a Juan Pablo II, distinta a Juan Pablo I. ¿Podía ser de otra manera?
Un hombre sencillo, un hombre lleno de la sencillez de un niño, con una tierna devoción a Nuestra Madre la Virgen. Un intelectual de primer orden. Y un obrero de la mies, que ha sabido estar a la sombra de Juan Pablo II. Ya es categoría humana e intelectual, cuando él también se ha codeado con filósofos y teólogos de primer orden.
¡Cuántas cosas se dirán de él! Pero hay una que es la que ha de quedar en lo más íntimo de nuestras almas: los cardenales, que estando solos estaban acompañados de toda la oración de los hijos de la Iglesia, escribieron un nombre en la papeleta que debían introducir en la urna, pero no pusieron un nombre cualquiera. Pusieron el nombre que el Espíritu les sugirió. Sí ese mismo Espíritu que hace que el viento sople impetuoso, y arda el corazón de mucha gente. El mismo Espíritu al que invocaron los cardenales antes de pasar al cónclave. El mismo Espíritu que llenó de fortaleza a los apóstoles cuando permanecían también solos, y encerrados, con María, en el Cenáculo.
El Espíritu ahora a nosotros nos está diciendo: “No tengáis miedo, tenéis un nuevo Pastor, según mi corazón”. ¡Qué hermoso es recordar las palabras que hoy leemos en el Evangelio, quizá las saboree hoy también nuestro nuevo Papa, Benedicto XVI: “Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”! Y todo, con María.
LA AMISTAD CON CRISTO, SEGÚN RATZINGER
Antonio R. Rubio Plo. Historiador y Profesor de Relaciones Internacionales
Quien haya tenido ocasión de leer la autobiografía de Joseph Ratzinger, se sentirá sorprendido en no pocas de sus páginas, aquéllas en las que el futuro Benedicto XVI evoca la Baviera en la que pasó tantos años, llegando a ser arzobispo de Munich. Esas páginas muestran a alguien que sabe amar y hacer amar la vida; un Ratzinger muy diferente de esa imagen tópica del asceta e intelectual frío y distante, cualidades que el tópico agranda si se trata de un alemán. En nuestras sociedades, en las que se quiere excluir no sólo la fe sino incluso la razón, el lugar del intelectual es incómodo, sobre todo entre tantos estímulos al libre arbitrio de las emociones, en un curioso retorno al individualismo romántico del siglo XIX. Si se trata de un intelectual católico, la incomodidad se hace mayor, pues puede encontrarse con la incomprensión de quienes, bienintencionadamente, consideran que la ciencia puede llevar al orgullo y a la vanidad, que el saber está reñido con el amor. Estos críticos olvidan, sin embargo, que detrás de cada creyente, intelectual o no, hay una experiencia personal de encuentro con Jesús, el Maestro que otorga los talentos en función de las propias capacidades.
Decía el futuro Papa en la misa que inauguró el cónclave que el cristiano tiene otra medida, muy superior a todas las ideologías y corrientes de pensamiento: “El Hijo de Dios, el verdadero hombre”. Así pues, la fe no es una adhesión ciega sino que está profundamente enraizada en la amistad con Cristo. Recordaba además el cardenal que en Cristo se unen la verdad y la caridad. Podríamos añadir que separar ambas es tan disparatado como retraer la razón de la fe. El resultado es un hombre – y un cristiano- incompleto, alguien que ha cometido el frecuente error de confundir una parte con el todo. Añadía el hoy Papa en esa histórica homilía: “La caridad sin verdad estaría ciega; la verdad sin caridad sería como un címbalo que resuena (I Cor 13, 1). Es un fiel retrato de nuestra época, entre los sentimientos irreflexivos y las palabras huecas. En ninguna de esas dos dimensiones habita el auténtico amor. El nuevo Pastor de la Iglesia no nos invita a buscar ese amor en la feria de los “ismos” sino en Cristo, el auténtico hombre donde coinciden la verdad y la caridad.
Quienes se fijan sólo en el párrafo de la homilía en que Ratzinger rechaza el relativismo como única y exclusiva forma de acomodación al mundo de hoy, acaso no han reparado en sus conmovedoras referencias a la amistad. El Papa, hombre de auténtica cultura como su predecesor, emplea una expresión latina que define la amistad: “Idem velle –idem nolle”. En realidad, esas palabras las pone el historiador Salustio en boca de Lucio Sergio Catilina, el conspirador que quiso acabar con la República romana en el siglo I a de C. El arrogante Catilina reúne a sus amigos y cómplices en un lugar reservado de su casa para exponerle sus planes, mas en su estudiada retórica, también hay palabras veraces sobre la amistad: “Querer lo mismo y no querer lo mismo, esto es al cabo firme amistad”. A este querer y no querer, a esta confluencia de dos corazones se refería Ratzinger en su homilía, y lo aplicaba al deseo de todo auténtico cristiano de configurarse en torno a Cristo, en cumplir su voluntad, camino seguro, pues seguimos a un Dios Amor.
La amistad supone cercanía con Cristo, proximidad que se manifiesta en su plenitud en aquella última cena pascual, en la que el Maestro, en su entrañable despedida les dice: “No os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos” (Jn 15, 15). Ratzinger recordaba estas palabras de la despedida del Señor, que son un llamamiento a profundizar en la amistad con Cristo. Pero la amistad requiere trato, y trato personal e íntimo con la persona amada. Hay que llenarse para llenar a otros de El. Es incomprensible que alguien viva su fe –y en definitiva, su amor- en la soledad. Ese amor tiene que desbordar para llegar a los demás, comenzando por los más próximos. El cristiano tiene que proponer –y no imponer- con alegría ese amor, que sigue esperando desde hace tantos siglos. No es una tarea para sus exclusivas fuerzas, no es obra de su mayor o menor entusiasmo. Su fuerza proviene precisamente de su amor, procede de ese Señor que le eleva a la condición de amigo. Tiene que rezar para que le ayude a dar fruto (Jn 15, 16), un fruto que permanezca. Sólo así , añadía el hoy Papa, “la tierra pasará de ser valle de lágrimas a jardín de Dios”.
BENEDICTO XVI O LA FE DE UN TEÓLOGO
Pedro Rodríguez. Profesor de la Universidad de Navarra
El recién elegido Papa Benedicto XVI nació en Marktl am Inn (Baviera) el día 16 de abril de 1927. Ese día era lo que se llamaba en Alemania Karsamstag y en España “sábado de gloria”, que anticipaba a la mañana del Sábado Santo la celebración de la Vigilia Pascual. Ese mismo día recibió las aguas del Bautismo. Fueron sus padres los que quisieron que el hijo fuera bautizado ¡cuatro horas después de nacer!, estrenando así las aguas bautismales recién bendecidas en aquella pequeña comunidad... El futuro Benedicto XVI, que cultivará de manera singularmente penetrante la escatología, siempre vio en esa jornada un símbolo de su propia imagen de la historia, y, en general, de lo que es la posición del cristiano en el camino de la vida terrena; dicho con sus propias palabras: vivimos “en las mismas puertas de la Pascua, pero sin haber entrado todavía”. Era Joseph el tercer hijo de una piadosa familia, en la que se hacía realidad vital —como he apuntado— la esforzada tradición católica de aquellas tierras. Los dos hijos varones, Georg y Joseph, entraron en el Seminario en su primera juventud y también se ordenaron sacerdotes; María, la hermana, queridísima en la familia y fallecida hace pocos años, fue la mano femenina que siguió cuidando de sus hermanos, especialmente de Joseph, con el que se trasladó incluso a Roma al ser llamado allí por el Papa Juan Pablo II.
Después de la guerra mundial pasó del seminario menor de Traunstein al Seminario mayor de Freising. Fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951 e hizo sus estudios superiores en la Universidad de Munich, donde se consagró su vocación teológica. Son ampliamente conocidos en el mundo teológico, traducidos a varios idiomas, los dos trabajos de estricta investigación que le llevaron al profesorado universitario, ambos realizados bajo la dirección de su principal maestro en aquellos años: el profesor de Teología Fundamental Gottlieb Söhngen. El primero, su tesis doctoral (1953), estaba dedicado a la doctrina de San Agustín sobre la Iglesia como Pueblo de Dios. Este libro juvenil es una de las más importantes monografías sobre la eclesiología de la época patrística y estaba llamado a tener una fuerte proyección ulterior.
Impresiona ver al gran dogmático de Munich, que fue Rector de aquella Universidad, el Prof. Michael Schmaus, citando una vez y otra en su gran Eclesiología -y no de manera colateral- los resultados de aquella tesis, hasta el extremo de hacer propia la definición de Iglesia que, a partir de Agustín, propone el joven estudiante recién doctorado. Después de este recorrido por los siglos de la antigua Iglesia, se introdujo el Dr. Ratzinger en los entresijos de la Cristiandad medieval, manteniendo siempre el horizonte agustiniano de su teología; se trataba ahora de la tesis de habilitación, que versó sobre la teología de la historia de San Buenaventura (1957).
Teólogo del Vaticano II
Estas dos investigaciones le permitirían adentrarse en la problemática actual de la teología con una singular solvencia, es decir, sabiendo -por decirlo con la fórmula clásica- quiénes somos, de donde venimos y a dónde vamos. Sobre esta base tan sólida comenzó su Profesorado universitario. Su primera llamada la tuvo en la Universidad de Bonn (1959-63), de donde pasó a Münster (1963-66), enseñando en ambas Teología Fundamental. Fue después llamado a Tubinga (1966-69), donde dictó su célebre curso Introducción al Cristianismo, para oyentes de todas las Facultades, que llegó a reunir más de mil alumnos. Fue un acontecimiento en aquella Universidad, que empezaba vivir momentos dramáticos, y el libro que recoge aquellas lecciones -traducido a 17 idiomas y continuamente reeditado- es uno de los escritos más sugestivos de la teología de nuestra época. Finalmente, en 1969 volvió a su querida Baviera natal. Aceptó, en efecto, la llamada de la Universidad de Ratisbona, donde enseñó, como antes en Tubinga, la Teología Dogmática. Allí permaneció hasta que en 1977, siendo Vicerrector de la Universidad, el Papa Pablo VI lo llamó a suceder al Cardenal Döpfner como Arzobispo de Munich, creándolo pocos meses después Cardenal de la Iglesia Romana.
Todos esos años de dedicación al profesorado están llenos de una intensa actividad docente e investigadora que, en esta breve nota, renuncio necesariamente a exponer. Me limitaré a nombrar tres libros, que abarcan los tres campos principales de su investigación y que debo calificar de fundamentales para quien quiera conocer el rumbo de la teología del Concilio Vaticano II. Me refiero, ante todo, a El nuevo Pueblo de Dios (1969), en el que se contienen los principales resultados de su investigación y reflexión eclesiológica, tema este en el que ha sido permanente su magisterio; después, a Teoría de los principios teológicos (1982), en el que describe el cuadro hermenéutico de la fe en su quehacer teológico ad intra y ad extra de la comunidad eclesial; finalmente, a su Escatología (1977), que forma parte de la colección de manuales de Dogmática Ratzinger-Auer y en la que el Autor pone a punto uno de los campos de la teología en los que el debate de este siglo había suscitado más interrogantes y perplejidades. El análisis que el autor hace de sus propias posiciones en la materia, me parece ejemplar y plenamente inserto en la más noble tradición del oficio teológico. No querría dejar de citar su pequeño gran libro de juventud, La fraternidad cristiana (1960), que me sigue pareciendo paradigmático de su manera de teologizar.
Durante aquellos años de profesorado universitario, la palabra y la pluma del Prof. Ratzinger eran cada vez más solicitadas y escuchadas. Sin duda, a esto contribuyó su destacada presencia, en plena juventud, en el Concilio Vaticano II, cuya preparación y celebración coincide con la actividad académica del Prof. Ratzinger en Bonn y Münster. Al Concilio acudió, primero, como asesor personal del Cardenal Frings, Arzobispo de Colonia, y, desde el segundo período, también como experto nombrado por el Santo Padre. Actuó decisivamente en los grupos de trabajo que preparaban las dos grandes constituciones dogmáticas del Concilio: Lumen Gentium, sobre la Iglesia, y Dei Verbum, sobre la Revelación divina. De todos es conocida la influencia que tuvo su obra Episcopado y Primado (escrita en colaboración con K. Rahner) en el planteamiento de la colegialidad episcopal. A los estudiosos de la historia interna del Concilio Vaticano II se ha hecho patente la autoridad de que gozaban sus dictámenes y sus intervenciones en las comisiones conciliares.
Del drama del primer postconcilio....
Los años de su docencia en Tubinga y Ratisbona, coinciden con lo que ahora -mirando hacia atrás ya con una cierta perspectiva histórica- podríamos llamar el "drama del primer posconcilio". Fue entonces cuando en aquellas tierras germánicas emergió con fuerza inusitada la figura de quien es desde ayer el Papa Benedicto XVI. El Prof. Ratzinger advirtió en toda su radicalidad que la creciente secularización que se extendía en la cultura de Occidente y cuyas raíces ideológicas él mismo ha contribuido de manera egregia a identificar y describir, pretendía apoyarse, paradójicamente, en las propuestas renovadoras del Concilio. No todos fueron conscientes de esta realidad, o no tuvieron el valor de decirlo. Otros estaban, sencillamente, dentro del oleaje. La cuestión que estaba en el fondo del drama era, en efecto, la interpretación del Concilio, sobre todo a la hora de comprender la posición del cristiano en la historia y las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Al prof. Ratzinger el tema se le presentaba con la máxima gravedad precisamente por haber sido él uno de los propugnadores más constantes de la necesidad de una profunda renovación de la teología católica: lo que en el lenguaje de la época se llamaba un "teólogo de vanguardia". Y lo era ciertamente, pero de verdad, es decir, avanzando desde el pleno sentido de la fe católica.
En el año 1966 tuve el honor de publicar en la revista "Palabra", de la que entonces era Director, un artículo del actual Romano Pontífice titulado Iglesia abierta al mundo, en el que el profesor de Tubinga escribía: "Si para la Iglesia, abrirse al mundo significara desviarse de la Cruz, esto la llevaría no a una renovación sino a su fin [...] No, el Concilio no ha podido ni ha querido suprimir el escándalo de la Cruz: lo que ha querido es hacerlo visible y accesible con toda claridad, y por eso ha querido apartar los escándalos secundarios". Treinta años después declaraba: "En el Concilio, mi principal objetivo había sido poner al descubierto el centro nuclear de la fe -que existía debajo de tanto cuerpo extraño- para darle impulso y dinamismo. Ese impulso es una constante en mi vida".
Detrás de estas palabras suyas su intenso y profundo sentido de la Revelación como acto de Dios y de la Tradición como realidad sustentante de la Iglesia. Una Tradición viva, viviente, que incluye a la Escritura, pero que no es sólo verbal sino recibida cada día y entregada de nuevo, de padres a hijos, en la comunidad de los creyentes, en la comunión de los fieles con sus Pastores, en la celebración común y orante de la Sagrada Eucaristía. Así se explica que él, uno de los teólogos más ilustres de nuestra época, pudiera decir: "Lo más importante para mí es y ha sido siempre no apartarme de la dirección que quedó grabada en mi vida desde la niñez, y permanecer en ella siendo fiel".
...a la actual coyuntura de la Iglesia
Ese sentido de la Tradición de la fe constituye a mi entender no sólo un rasgo característico de la teología de Joseph Ratzinger, sino el hilo que vertebra su extensa producción teológica, el criterio que permite comprender el concreto itinerario histórico -teológico y eclesial- que ha recorrido el actual Sucesor de Pedro: desde sus primeros escritos hasta sus conferencias e intervenciones siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pasando por su extensa bibliografía profesoral y sus intervenciones en los debates posconciliares. Una preclara inteligencia y esa vigorosa manera de hacer teología, antes y después del Concilio Vaticano II, hacían que Joseph Ratzinger destacara de manera singular en la difícil coyuntura de la Iglesia de los años 70 y 80. Se entiende que el Papa Pablo VI lo situara al frente de la Iglesia en Baviera, su patria; que el Papa Juan Pablo II encomendara después a este ilustre Pastor y teólogo la gravísima tarea del a Doctrina de la Fe; y que ayer los Cardenales, con una inesperada rapidez, lo eligieran para la Cátedra de Pedro desempeña en la Iglesia.
EN LA ESPERA DEL CÓNCLAVE
In medio Ecclesiae
Por José Luis Restán, publicado en Iglesia Digital.
“Sígueme”. Habrá otro, sin duda, cuyo nombre y rostro todavía desconocemos, que escuchará de nuevo esta invitación de Jesús a Pedro evocada por el cardenal Ratzinger durante la homilía de las exequias de Juan Pablo II. Lo escuchará bajo el imponente espectáculo de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, “entre el día de la Creación y el día del Juicio”. Aquel que sea llamado a colgar de su cinto las llaves del Reino, sentirá muy pronto que éstas tienen un peso muy singular, que responder a ese “sígueme” supone afrontar una aventura sin otro mapa ni otra brújula que el amor de Cristo presente en el cuerpo de la Iglesia. “Otro te ceñirá”, le dijo Jesús a Pedro, es decir, no será tu plan, ni tu energía, ni tu ciencia, las que marquen el camino: para un hombre del siglo XXI, aunque sea cardenal de la Santa Romana Iglesia, tiene que se duro escuchar estas palabras. Bien recordaba el teólogo von Balthasar, que el ministerio de Pedro se basa en la confesión del amor realizada desde la evidencia de la propia miseria, una miseria que hundiría a cualquiera que no experimentase, al mismo tiempo, el abrazo irresistible de la misericordia de Dios.
Ya adivino la risa sardónica de más de un colega tras la lectura de estas líneas. Cuando escribo, la Congregación de los cardenales se ha reunido ya ocho veces, y se acerca el día de cerrar la puerta del Conclave y escuchar “¡extra omnes!” Los hombres de púrpura llegados de los cinco continentes se desayunan estos días con los análisis de los periódicos sobre el futuro de la Iglesia, con las quinielas de los vaticanistas, con la revelación de supuestos intereses geoestratégicos que harían más o menos grato, éste o aquel candidato, a las potencias de la tierra. Espero que atesoren alguna dosis de ironía, y que también comprendan el vértigo mediático que como un huracán envuelve estos días la Ciudad Eterna. No es para menos. Los revolucionarios franceses pronosticaron a finales del XVIII que “ese lama de Roma, desaparecería pronto de la historia”, y cuentan que Garibaldi se planteó arrasar la Basílica de San Pedro, para humillar definitivamente el poder de los Papas... Pero la historia es larga, y a pesar de todas las oscuridades y pecados de quienes han cuidado la heredad de Pedro, el Pontificado ha salido una y otra vez a flote, como si Alguien lo sostuviese; y con Juan Pablo II, ha tocado una especie de inesperado cenit. Él no tenía ejército, ni economía, ni grandes medios de comunicación en sus manos, pero el mundo entero se ha rendido clamorosamente al testimonio de la verdad que él encarnaba. Pueden desternillarse los cínicos, pueden intentar (¿no lo están haciendo ya?) pulverizar el acontecimiento que hemos vivido en torno a su cuerpo, pero está ahí, para alegría de unos e insuperable confusión de otros.
Los muros que rodearán a los cardenales a partir del Lunes no deben ser tan impermeables como para impedir que penetren tantos ecos. El eco de un pueblo cristiano que ha despertado su fe cansada al llamado del Papa Wojtyla: “¡Levantaos, vamos!”; pero también el eco de una humanidad cansada y deprimida, quizás como nunca en la historia, una humanidad hija de la ideología de la “muerte de Dios”. Por eso el mundo (¡no sólo la Iglesia!) necesita un pastor cuyas entrañas se conmuevan por ese dolor, por esa soledad apenas reconocida y pronunciada, que aflige a esta generación. Desde luego, un Papa jamás se puede entender aislado de la Iglesia. El hombre que esperamos se ha alimentado de ese Cuerpo y camina dentro de ese pueblo, pero hay algo que sólo le compete a él: tú eres Pedro, la piedra frágil sobre la que misteriosamente se edifica la Iglesia en la historia.
El nuevo Papa, colocado “in medio Ecclessiae”, deberá proseguir el diálogo de Juan Pablo II con el hombre extraviado y atormentado nuestra época; tendrá que cuidar con tenacidad para que la experiencia del cristianismo no padezca ninguna de las reducciones que siempre la amenazan (moralismo, ritualismo, culturalismo); arraigado en la Tradición viva de la Iglesia, deberá alentar nuevas formas de vida y de presencia cristiana, y sostener en el coraje de la fe a los creyentes cuando estos vacilen o se atemoricen; deberá proclamar la unicidad de Cristo, el único Salvador del hombre, y hacer progresar el diálogo con el Judaísmo, el Budismo y el Islam; sentirá en su carne la punzada de la división de los cristianos, y deberá gastar humildad para mostrar a los hermanos ortodoxos y reformados que su ministerio no es para el dominio sino para la unidad en Cristo; habrá de explorar con fortaleza y misericordia las fronteras de la bioética, y enronquecer mientras defiende el derecho de los pobres y los oprimidos, de los que tienen hambre de pan y de libertad..., y en fin, desde luego, no podrá eludir el escándalo de la pretensión cristiana (¡signo de contradicción!) en un mundo amenazado por lo que C. S. Lewis llamaba “la abolición del hombre”.
A estas alturas cualquier cardenal puede sentir que se le corta el aliento. ¿Quién podría, humanamente hablando, con esta carga? Pero la voz que le llegará de los frescos de la Sixtina no preguntará al elegido si está en condiciones de cumplir esta Agenda, sino tan sólo: “¿me amas? Entonces, sígueme”.