2005-04-28

Sobre la objeción de conciencia

En relación con las reformas legales que el Gobierno Rodríguez propone en la regulación del matrimonio, extendiendo el concepto a las uniones homosexuales, considero perversa también en este caso, la actitud de quienes pretenden actuar contra la historia, contra la moral y las costumbres, con ausencia de toda referencia ética. Lamentablemente ésta es la actitud generalizada que propugna este Gobierno que alardea de talante -¿bueno, malo?, otra vez la ausencia de valoración moral, síntoma o carácter-, de apertura al diálogo, aunque se niega sistemáticamente a escuchar todas las voces discrepantes, a acallar a quienes no aclaman, elogian o asumen entusiasmadamente sus actuaciones.
Sorprende constatar que no hay rechazo a tan manifiesta contradicción entre lo que propugnan y lo que hacen o, sobre todo, cómo actúan.

Rechazan el autoritarismo, la imposición de voluntades, la actuación desde la arrogancia.
¿A nadie sorprende entonces las declaraciones de los ministros Alonso, Trujillo, Salgado, Bono, Moratinos, Montilla, Narbona, Sevilla?
¿Nada que criticar a las actuaciones del Sr. Marín en la dirección de los debates parlamentarios?
¿Negarse a recibir a determinadas asociaciones (colectivos cristianos, asociaciones de víctimas del terrorismo) manifiesta predisposición al diálogo?

Que no haya movilizaciones sociales enfrentadas con ostentación de violencia o actitudes provocadoras e insultantes, ofendiendo al resto de los ciudadanos, no significa que el comportamiento del Ejecutivo sea impecable, tan sólo que quienes criticamos las malas actitudes y actuaciones del Gobierno, no carecemos de ética, que disponemos de una educación que nos impele a respetar las normas, asumimos la responsabilidad de nuestros actos como ciudadanos, como personas, anteponiendo la dignidad humana a intereses inhumanos -colectivos o sociales- pero buscando el bien común, para mejorar la sociedad, contribuyendo al bienestar social, en el convencimiento de que la sociedad mejora si las personas que las constituyen mejoran, no de otra manera, especialmente si se ignora a las creaturas humanas.

Por todo ello, me sorprende que se amenace, desde el Gobierno, a quienes,
por cuestiones morales, se oponen a aplicar las nuevas normas que desde los partidos de izquierda proponen la transformación social de nuestras instituciones.

Y para finalizar copio un párrafo de la entrevista que Zenit ha realizado al Profesor Rafael Navarro Valls sobre la objeción de conciencia a la que están dispuestos a sumarse algunas persona evitando aplicar las reformas legislativas que el Gobierno propone respecto a los enlaces entre homosexuales.

En todo caso, no es de recibo intentar disuadir a los objetores haciendo referencias amenazadoras «a la obligación de cumplir las leyes». Entre otras razones, como autorizadamente se ha dicho, «porque la ley, y su aplicación, están sujetos al respeto a los derechos fundamentales». Entre ellos el de libertad de conciencia. No se olvide que, cuando por estrictas razones de conciencia, se pone en marcha un mecanismo de base axiológica contrario a una ley, estamos ante planteamientos muy distintos de quien transgrede la ley para satisfacer un capricho o un interés bastardo. En el primer caso, el respeto al objetor paraliza los mecanismos represores de la sociedad. Por lo demás, siempre cabe la posibilidad de que celebre la unión objetada otro juez, alcalde o concejal otros funcionarios de idéntica condición cuya conciencia no se vea alterada ante esa celebración.

Una píldora

Reconozco mi desconocimiento de este tema, pero voy a dejar mis impresiones.
Me parece mal que una Administración se atreva a proporcionar ¡a niñas de 10 años! una píldora para neutralizar un embarazo.
Pero no me parece mal porque asuma un papel de asistencia médica, sino por la perversión que supone actuar sin compromiso moral ni ético.
Es cierto que las sociedades evolucionan a un ritmo inhumano -eso quedó de manifiesto magníficamente expuesto en Gaudium et Spes por Pablo VI- sin que el hombre evolucionara moralmente al ritmo de los tiempos.
Despreciar la vida, mancillar la inocencia, explotar la infancia... abusar del ser humano hasta humillar toda su dignidad, todo eso promueve la asepsia de estas decisiones administrativas carentes de referencias morales.
Plantear el suministro de estos productos anticonceptivos a niñas de 10 años contiene la aberrante consideración de que el hecho que provoca la concepción se ha producido, pero con el agravante de omitir la valoración moral de tal circunstancia, porque se asume la naturalidad de la acción.
Estas medidas, junto con otras de similares características, no conllevan el mal en la aplicación de normas legales o jurídicas, sino en la omisión, en la renuncia más bien, de valorar éticamente estas propuestas.
La gran perversión de la sociedad se produce porque se sustrae al debate la aplicación de unos códigos éticos o morales a las conductas sociales, y se anulan las referencias a los valores que constituyen al hombre con la dignidad que su espíritu, más allá del cuerpo que lo configura, representa, cualesquiera que sean los principios que sustentan la esencia inmaterial del hombre.

Sencillamente, se está actuando, desde los ámbitos jurídicos contra la metafísica y la filosofía.

¿Existe El Carmelo?

Soñé que existían unas manzanas de viviendas en cierta parte de la Ciudad de los Prodigios.

Soñé que una ciudad en crecimiento, en un país avanzado y civilizado, donde reinaba un monarca querido por el pueblo soberano, completaba sus infraestructuras de comunicaciones ampliando las líneas del metropolitano subterráneo hasta llegar a los más apartados rincones de la gran urbe.

Soñé que esa tierra pródiga estaba gobernada por una categoría de hombres -y mujeres- excepcionales, abnegados por la patria y sus ciudadanos, desinteresados, trabajadores por el bienestar común e infatigables buscadores de la felicidad de sus vecinos.

Soñé que las libertades individuales y sociales se respetaban y que las autoridades velaban rigurosamente por el mantenimiento de las garantías jurídicas, procesales y legales, administrando ejemplarmente la soberanía que el pueblo orgulloso, culto y formado, depositaba regularmente en sus manos.

Soñé que la Patria que constituían esos hombres -permítaseme la insolencia de usar el masculino genérico, en atención a la memoria de nuestros ancestros- sería envidiada y merecidamente aclamada como semillero de virtudes y grandezas.

Soñé....


2005-04-27

Carta abierta de Federico Trillo al Presidente del Congreso de los Diputados

Excmo. Sr. D.
Manuel Marín
Presidente del Congreso de los Diputados
CASA

Madrid, 27 de abril de 2005


Señor Presidente y estimado amigo:

Tengo para mí que ha debido ser muy ingrato para su Presidencia llamar tan severamente al orden, dos veces consecutivas, a un antecesor en la Presidencia de la Cámara.

Por respeto a su autoridad he acatado su decisión en el Pleno, ante el que he intentado sencillamente aclarar, como hago ahora, que la actitud reprendida sólo podía ser la risa floja —no estridente, pero si imparable— provocada, no se si de propio intento, por la Vicepresidenta Sra. Fernández de la Vega en sus loas al Presidente Zapatero, en un logrado esfuerzo por no contestar a la pregunta del Portavoz de mi Grupo Eduardo Zaplana (al que agradezco su amparo).

Reconozco que me ha sorprendido la llamada al orden, pues la risa, hasta la fecha, no había sido considerada concepto ofensivo o actitud indecorosa. Pero aún me ha sorprendido más la reprensión pública con la que luego me ha exhortado a la ejemplaridad. Puestos a ejemplificar, bien podía tomar nota de la Presidencia de la VI Legislatura, en la que me correspondió el honor de dirigir los debates, también sin mayoría absoluta, y en la que no tuve nunca un incidente comparable a los que tan frecuentemente merecen como hoy su acaloramiento.

Me permito, por ello, devolverle el consejo entre colegas. Practique más el humor y menos la irritación. Puede que así le vaya tan bien como a mí me fue en esta Casa; se lo deseo sinceramente, entre otras cosas, porque reírse no merecerá más llamadas al orden y, además, serena mucho.

Respetuosa y afectuosamente,

Fdo. Federico Trillo-Figueroa

PD.- Como pública ha sido la reprensión, doy a esta carta carácter abierto.

2005-04-26

Carta al Presidente R. Z.

Excmo. Sr. Presidente:

Como quizás usted ignore, yo soy uno de tantos ciudadanos españoles que no comparten sus ideas, ni se encuentran satisfechos con sus insulsas patochadas, y lamentablemente sufrimos sus ofensas al entendimiento y el insulto a la honestidad.
Tal vez usted ignore qué difícil resulta encontrar entre sus correligionarios a una persona honesta, íntegra moral o éticamente, respetuosa sin rencor o rabia. Educada en convicciones de profundo humanismo y altura cultural. Y lo más difícil es encontrar entre las filas de su partido a una persona humilde, trabajadora, entregada, abnegada, luchadora por buscar la verdad, persiguiendo la concordia, la reconciliación. Alguien esforzado por el bienestar de los demás, renunciando incluso a la vida propia.
Tal vez, Sr. Presidente, ignore usted que existan estos valores en las personas de este mundo, y quizá tenga que admitir que tiene usted razón, porque no son de este mundo. Son espíritus nobles que aquí rehúyen lo mundano: la vanidad, la gloria, el poder, la fama...
Quienes buscan con fe, esperanza, entrega desinteresada -caridad-, prudencia, etc., no pueden ser ofendidos y despreciados constantemente por quien se propugna como adalidid de las libertades y del diálogo.

Y para finalizar, Sr. Presidente, si quiere ser honesto, califique su talante y su disposición al diálogo con los adjetivos que le correspondan, porque el talante que muestra hacia quienes no compartimos sus opiniones e ideas, no parece bueno, y el diálogo que ofrece está dirigido a quienes, como usted, disfrutan ofendiéndonos.

Atentemente, señor, reciba un cordial saludo.

2005-04-25

Con la AVT, en apoyo de Gotzone Mora y el Foro de Ermua.

22 de abril de 2005

LA AVT MUESTRA SU APOYO A GOTZONE MORA Y AL FORO DE ERMUA

La Asociación de Víctimas del Terrorismo desea mostrar su apoyo tanto a Gotzone Mora, en relación con la denuncia contra su persona presentada por el Consejero de Justicia del Gobierno Vasco, Joseba Azkarraga, como al Foro de Ermua, con motivo de las graves e injustas calificaciones que dicha asociación ha sufrido en los últimos días por parte del alcalde de San Sebastián Odón Elorza.

La AVT lamenta profundamente la actitud del Sr. Azkarraga en relación con la denuncia interpuesta contra Gotzone Mora, actitud que contrasta con la postura tolerante que mantiene el Gobierno Vasco frente a las manifestaciones de apoyo al entramado terrorista. Resulta de todo punto censurable y extremadamente atroz que el mismo Consejero que ha adoptado decisiones como la de enviar un observador al macrojuicio contra ETA, poniendo así en entredicho la labor de los jueces de la Audiencia Nacional, o que ha anunciado que continuará subvencionando los viajes de familiares de los presos de la banda terrorista ETA a pesar de la sentencia del TSJPV, proceda a presentar una denuncia contra una ciudadana ejemplar como Gotzone Mora, quién constituye un modelo de dignidad y de lucha por la defensa de la vida y la libertad en el País Vasco, y que siempre se ha caracterizado por apoyar de forma incondicional a las víctimas del terrorismo.

Igualmente, queremos expresar nuestro apoyo al “Foro de Ermua” con motivo de las injustas calificaciones de que ha sido objeto por parte del alcalde de San Sebastián, Odón Elorza, quién no sólo autoriza a Batasuna-ETA a realizar actos en lugares públicos, sino que además se permite insultar a los amenazados, a personas que día tras día tienen que vivir escoltadas debido a la locura y la sinrazón terrorista.

Por lo tanto, la AVT desea expresar su apoyo y solidaridad con todos quienes padecen la amenaza terrorista en el País Vasco, que son precisamente aquellos que en circunstancias muy adversas defienden la bandera de la democracia y las libertades en aquella tierra.

2005-04-24

Homilía de la misa de solemne inicio de Pontificado del Obispo romano

Benedicto XVI - 24/04/2005 Ciudad del Vaticano.

Señor Cardenales,
venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático,
queridos Hermanos y Hermanas

Por tres veces nos ha acompañado en estos días tan intensos el canto de las letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo II; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy, cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: Tu illum adiuva, asiste al nuevo sucesor de San Pedro. He oído este canto orante cada vez de un modo completamente singular, como un gran consuelo. ¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. Pero no dio este paso en solitario. Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte. En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa. Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que el Dios había escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 Obispos, procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos. La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente. En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido profundo, al Resucitado. Hemos podido experimentar la alegría que él ha prometido, después de un breve tiempo de oscuridad, como fruto de su resurrección.

La Iglesia está viva: de este modo saludo con gran gozo y gratitud a todos vosotros que estáis aquí reunidos, venerables Hermanos Cardenales y Obispos, queridos sacerdotes, diáconos, agentes de pastoral y catequistas. Os saludo a vosotros, religiosos y religiosas, testigos de la presencia transfigurante de Dios. Os saludo a vosotros, fieles laicos, inmersos en el gran campo de la construcción del Reino de Dios que se expande en el mundo, en cualquier manifestación de la vida. El saludo se llena de afecto al dirigirlo también a todos los que, renacidos en el sacramento del Bautismo, aún no están en plena comunión con nosotros; y a vosotros, hermanos del pueblo hebreo, al que estamos estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común, que hunde sus raíces en las irrevocables promesas de Dios. Pienso, en fin – casi como una onda que se expande – en todos los hombres de nuestro tiempo, creyente y no creyentes.

¡Queridos amigos! En este momento no necesito presentar un programa de gobierno. Algún rasgo de lo que considero mi tarea, la he podido exponer ya en mi mensaje del miércoles, 20 de abril; no faltarán otras ocasiones para hacerlo. Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. En lugar de exponer un programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos signos con los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio Petrino; por lo demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha proclamado en las lecturas de hoy.

El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los hombros. Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica – quizás a veces de manera dolorosa – y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos solamente a Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad – todos nosotros – es la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo, para ir en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas. El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy. La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros.

El segundo signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio Petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.

Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamada a la unidad. “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!

En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, Él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo – si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él –, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada – absolutamente nada – de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida.Amén.

2005-04-21

¿Por qué pertenezco a la Iglesia?

Por Joseph Ratzinger
Conferencia-Testimonio, Alemania (1971)
El cardenal Ratzinger

Podemos pensar en la iglesia católica comparándola con la luna: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería oscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro. La sonda lunar y los astronautas descubrieron que la luna es solo una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, vieron una realidad distinta a la de la antigüedad: no como luz. Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma lo desierto, arena y rocas. Sin embargo, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales.

¿No es ésta una imagen exacta de la Iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor.
Yo estoy en la iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de nuestra iglesia vive su iglesia y no puedo estar cerca de Él si no es permaneciendo en su iglesia. Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino suya.
La Iglesia es la que, no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella, nos da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una realidad viva y poderosa, aquí y ahora. Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula. Y qué sería la humanidad privada de Cristo?
Si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones porque soy cristiano. No se puede creer en solitario. La fe es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Esta fe o es eclesial o no es tal fe. Además así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención.
Yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo.
Yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la iglesia salva al hombre. El gran ideal de nuestra generación es uno, sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la injusticia. En este mundo el dolor no se deriva sólo de la desigualdad en las riquezas y en el poder. Se nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.
En realidad el hombre no es salvado sino a través de la cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios. Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a mejor precio están destinadas al fracaso.
El amor no es estético ni carente de crítica. La única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo, trasformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser. Sucedería de distinto modo en la Iglesia?

Publicado en el suplemento Iglesia Digital de Libertad Digital.

UN PAPA BENDITO

BENEDICTO XVI
Por ALEJANDRO CIFRES. Director del Archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe/ Colaboración publicada en ABC el 21/04/2005.
ANTEAYER, en la tarde gris de una extraña primavera romana, muchos se llevaron algunas sorpresas. Sorprendente pareció, de hecho, que en el tiempo récord de 24 horas y cuatro votaciones, el Colegio de los Cardenales nunca antes tan variopinto, hubiera alcanzado el consenso suficiente para elegir a un Papa que recogiera, nada más y nada menos, que la herencia inmensa de Juan Pablo II el Grande.

Mayor aún la sorpresa de que el escogido fuera el cardenal alemán Joseph Ratzinger, que habiendo entrado en el cónclave como «papa», estaba destinado -según el viejo adagio romano- a salir de él como «cardenal». En efecto, si bien su nombre estaba entre los favoritos, su trayectoria, su fama de conservador a ultranza y el protagonismo mismo tenido durante la Sede Vacante como Decano del Colegio Cardenalicio lo daban para muchos como un candidato «quemado».

Finalmente la sorpresa del nombre: ni Juan, como el Papa bueno, ni Pablo, como el Papa de la modernidad, ni Juan Pablo o Pío como los gigantes que lo precedieron en el siglo apenas terminado, sino un nombre aparentemente pasado de moda, Benedicto, precisamente el del Papa quizás menos famoso y popular de todo el siglo XX.

Pero claro, estas son sorpresas sólo para quienes no conocían bien al Elegido, o para aquellos que se olvidan, aunque sea sólo por un momento, de la historia y de la naturaleza de la Iglesia, o simplemente miden la realidad sólo con criterios humanos.

Y es que en realidad hemos asistido a uno de esos acontecimientos extraordinarios, a uno de esos momentos de gracia en los que a los ojos del creyente e incluso del no creyente, si tiene la mirada limpia, se presenta en toda su claridad la santidad de la Iglesia, esposa de Cristo, guiada siempre por Él. Ya los acontecimientos -incluso los pequeños «detalles»- que rodearon el tránsito de Juan Pablo II fueron un diseño sorprendente de la Providencia, pero ya no es éste el momento de hablar de ello. Ahora es la elección de su sucesor la que no ha defraudado como revelación del misterio de amor con el que Cristo ama a su Esposa. Dios nos ha enviado en verdad un Pastor universal, un Vicario de Cristo, que es un hombre bendito y una bendición para toda la Iglesia, un «Benedictus».

No debería en efecto sorprender, para empezar, que los cardenales hayan elegido tan pronto, porque entre ellos ha primado la fe y el amor a la Iglesia, así como la profunda responsabilidad de ser fieles a la herencia dejada por el Papa Wojtyla. No debe tampoco sorprender que Ratzinger haya sido el escogido, porque es el hombre de la Providencia en estos momentos para el pueblo de Dios. Y tampoco sorprende que, en lugar de ir a buscar un nombre que definiera una u otra línea pastoral calcada de alguno de sus predecesores inmediatos, el nuevo Papa haya preferido el de Benedicto. Para los hispanoparlantes este nombre resulta un tanto confuso, porque se relaciona casi exclusivamente con el nombre de otros 15 Papas de remota memoria, pero en realidad, en latín y en italiano, Benedicto (Benedictus, Benedetto) no es otro que el nombre del Patrón de Europa, San Benito de Nursia, aquel que con su ejemplo y su palabra, y los de sus continuadores, alumbró la Europa cristiana, ésa que desgraciadamente hace años abandonó en gran parte las enseñanzas de Cristo y ahora parece querer olvidar sus propias raíces cristianas. Los que hemos colaborado con el cardenal Ratzinger sabemos cuánto le ha preocupado siempre la «pavorosa descristianización» de su amada Europa, tierra otrora fecunda de misioneros, que esparcieron el mensaje cristiano por los cinco continentes. Cuánto ha sufrido por el indiferentismo, el hedonismo, la secularización creciente. Él, que porta consigo la experiencia de una familia cristiana, cómo podía no tener en consideración el nombre del apóstol de Europa San Benito, y desear, ahora como Pontífice, contribuir a que ésta se redescrubra hija del Evangelio.

Ratzinger es el hombre al que muchos han tachado injustamente de inquisidor, de dogmático y cerrado al diálogo, de conservador a ultranza. Yo he tenido el privilegio de trabajar con él durante casi 14 años, la mitad del pasado Pontificado, y puedo por ello testimoniar que ninguno de esos clichés se adecuan a su persona. Nacido en Marktl am Inn, un pequeño pueblo de Baviera hace exactamente 78 años, creció en una familia sencilla de profunda religiosidad, donde cada don de Dios era recibido como una bendición, especialmente el don de la fe: su hermano mayor, Georg, sacerdote como él, y como él entregado al servicio de la Iglesia, a través de la Palabra y de la música, del que es un gran maestro; la única hermana, María, que decidió renunciar al matrimonio para cuidar de sus hermanos sacerdotes y que acompañó al que hoy es Papa en todos sus destinos, incluida Roma, hasta su muerte en 1991. Una familia, pues, de benditos, una familia para Dios en favor de los hombres. También el joven Joseph tuvo que realizar numerosas renuncias para servir a la Iglesia. Brillantísimo teólogo ya en los tiempos del Concilio -y considerado entonces, por cierto, como un teólogo casi «peligroso», osado y abierto, como en realidad lo es- tuvo que renunciar a su fulgurante carrera académica por obediencia a Pablo VI, que lo quiso Cardenal Arzobispo de Munich-Frising en 1977, y poco después abandonar su amada patria -sé muy bien cuánto la ama y sufre por ella- para venir a Roma, a recubrir el puesto quizás más odiado por gran parte de los colegas teólogos de su generación, el de Prefecto de lo que los recalcitrantes aún perseveran en llamar «ex Santo Oficio».

Durante casi 25 años ha servido y trabajado con humildad en el puesto que le había sido asignado, sin exigir nunca nada para sí, pobremente, sin llevar una vida de príncipe de la Iglesia, sin lujos ni compañías, más que la de su amada hermana hasta que el Señor se la llevó consigo; desde entonces ha vivido prácticamente solo, con un mínimo servicio, en un apartamento prestado, con la sola asistencia de sus secretarios, que por la mañana lo ayudaban en la Congregación y por las tardes en su infatigable estudio. El Cardenal Ratzinger ha sido el Prefecto que ha enseñado a todos lo que es trabajar, cumplir un horario, levantarse temprano y acostarse tarde para no dejar pendiente ninguno de los graves asuntos que el Papa y la Iglesia ponían en sus manos. Trabajador infatigable, animal de carga, como él mismo se definió cuando explicó en su libro «Mi vida», la razón del oso que campea en su escudo episcopal: «De la leyenda de Corbiniano -escribía-, fundador de la diócesis de Frising, he tomado la imagen del oso. Un oso -cuenta la historia- había matado al caballo del santo, mientras éste se dirigía a Roma. Corbiniano le reprochó ásperamente su crimen y como castigo cargó sobre sus espaldas el fardo que hasta entonces había portado el caballo, y lo obligó a llevarlo hasta Roma... También yo -proseguía el entonces Cardenal- he llevado mi equipaje a Roma, y ya hace muchos años que camino con mi fardo por las calles de la Ciudad Eterna. Cuando seré liberado, no lo sé, pero sé que también para mí vale aquello de «me he convertido en una bestia de carga, y es así como estoy cerca de ti» (cf. Sal 73, 22).

Los que lo hemos conocido sabemos cuántas veces había suplicado a Juan Pablo II que le permitiese abandonar su puesto, que le dejase regresar a la Selva Negra para poder escribir teología mientras las fuerzas aún se lo permitiesen. Y todos sabemos cuántas veces ha renunciado al derecho a jubilarse por ser fiel a Aquel que había puesto toda su confianza en él, por servir en definitiva al Vicario de Cristo y a la Iglesia. Hace apenas tres días, cuando celebrábamos en la Congregación su 78 cumpleaños, a punto de entrar en el Cónclave, nos confiaba con sus pequeños y pícaros ojos llenos de ilusión: «espero que el próximo Papa me confirme sólo unos pocos meses todavía al frente de la Congregación, justo lo necesario para elegir a mi sucesor». Y sabíamos que diciéndolo acariciaba ya su viejo sueño del retiro para sumergirse en las profundidades de su amada teología. Pero los caminos de Dios son diferentes, y el hombre bendito que vino de Alemania para defender la fe, a costa de su propia fama, estaba destinado por Dios a seguir siendo una bestia de carga, llevando sobre sus hombros, esta vez, el peso de toda la Iglesia.

2005-04-20

Bienvenido, Benedicto XVI (II)

Biografía de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI

Redacción de Análisis Digital - 19/04/2005 Joseph RATZINGER (1927-

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional, Decano del Colegio de Cardenales, nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, de la diócesis de Passau, Alemania.

Estudió en la Escuela Superior de Filosofía, en Freising y en la Universidad de Münich, en Münich, donde se doctoró en Teología. Fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951, tras lo que continuó sus estudios de 1951 a 1952. Ese mismo año, y hasta 1959, fue miembro de la Facultad de la Escuela Superior de Filosofía y Teología, en Freising. Tras ello, pasó por la Universidad de Bonn, donde estuvo de 1959 a 1963, año en el que pasó por la Universidad de Münster hasta 1969. De 1966 a 1969 estuvo en la Universidad de Tübingen, y de 1969 a 1977 en la Universidad de Ratisbona. Fue vice-presidente de la Universidad de Ratisbona de 1969 a 1977; perito, en el Concilio Vaticano II, de 1962 a 1965 y Miembro de la Comisión Teológica Internacional de 1969 a 1977.

Fue elegido Arzobispo de Münich y Freising el 24 de marzo de 1977 y consagrado el 28 de mayo de 1977, en Münich, por Josef Stange, Obispo de Würzburg.

Creado Cardenal presbítero, el 27 de junio de 1977, recibió la birreta roja y el título de S. Maria Consolatrice al Tiburtino, el 27 de junio de 1977. El cardenal Ratzinger asistió a la IV Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Ciudad del Vaticano, del 30 de setiembre al 29 de octubre de 1977. Participó en el Cónclave del 25 al 26 de agosto de 1978.

Fue enviado especial del Papa al III Congreso Mariológico Internacional, en Guayaquil, Ecuador, del 16 al 24 de setiembre de 1978 y participó en el Cónclave del 14 al 16 de octubre de 1978, de donda salió Papa su predecesor, Juan Pablo II. Asistió a la V Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en la Ciudad del Vaticano, del 26 de setiembre al 25 de octubre de 1980, y fue el relator general y miembro del secretariado general de 1980 a 1983.

Nombrado prefecto de la S.C. para la Doctrina de la Fe, presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, y presidente de Comisión Teológica Internacional, el 25 de noviembre de 1981, renunció al gobierno pastoral de la Arquidiócesis, el 15 de febrero de 1982. Asistió a la VI Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 29 de setiembre al 28 de octubre de 1983; fue uno de los tres presidentes delegados; miembro del secretariado general, de 1983 a 1986. Asistió a la II Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Ciudad del Vaticano, del 24 de noviembre al 8 de diciembre 1985; presidente de la Comisión para la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, que luego de 6 años de trabajo (1986-92) presentó el Nuevo Catecismo al Santo Padre; miembro del secretariado general hasta 1987.

Asistió a la VII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 1 al 30 de octubre de 1987; miembro del secretariado general, de 1987 a 1990. Asistió a la VIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 30 de setiembre al 28 de octubre de 1990; miembro del secretariado general, de 1990 a 1994. Asistió a la I Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 28 de noviembre al 14 de diciembre de 1991. Nombrado Obispo del título de la sede suburbicaria de Velletri-Segni, el 5 de abril de 1993. Asistió a la Asamblea Especial para Africa del Sínodo de los Obispos, Ciudad del Vaticano, del 10 de abril al 8 de mayo de 1994; a la IX Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en la Ciudad Vaticana, del 2 al 29 de octubre de 1994. Asistió a la Asamblea Especial para América del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997; asistió a la Asamblea Especial para Asia del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 19 de abril al 18 de mayo de 1998. Elegido vice-decano del Colegio de Cardenales, el 9 de noviembre de 1998. Asistió a la Asamblea Especial para Oceanía de Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 22 de noviembre al 12 de diciembre de 1998. Fue enviado especial del Papa a las celebraciones por el XII centenario de la creación de la diócesis de Paderborn, Alemania, el 3 de enero de 1999. Asistió a la II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos, en Ciudad del Vaticano, del 1 al 23 de octubre de 1999. Laurea honoris causa en jurisprudencia por la Libera Università Maria Santissima Assunta, 10 de noviembre 1999; miembro honorario de la Pontificia Academia de Ciencias, 13 de noviembre 2000.

Dentro de la Curia Romana hasta su nombramiento como Papa fue miembro de la Secretaría de Estado, de las Sagradas Congregaciones Iglesias Orientales, del Culto Divino y Sacramentos, Obispos, Evangelización de los pueblos. Miembro, también, de Educación católica, del Pontificio Consejo para la Unidad de los cristianos, Cultura y de las Comisiones para América Latina y Ecclesia Dei.

Este año, el todavía cardenal Ratzinger recibió por encargo del Santo Padre Juan Pablo II, la reflexión del Via Crucis durante la Semana Santa de 2005.

Entre sus obras se encuentra: Introducción al Cristianismo; Informe sobre la Fe; Una Mirada a Europa; Sal de la Tierra; Mi Vida. Memorias: 1927-1977; Cooperadores de la Verdad; Verdad y Tolerancia; El Espíritu de la Liturgia; etc.

UN OBRERO DE LA MIES

Alfonso Sánchez-Rey. Doctor en Filología Hispánica y Teólogo.

Hay que ver lo bien que hace las cosas la Iglesia. A veces algunos dicen que no, que da pocas a derechas, pero me temo que se equivocan. La Iglesia, la Esposa de Cristo, hace maravillosamente bien las cosas. Es cuestión de ser buen hijo y mirar con objetividad. La entrada a la capilla sixtina, el juramento de los cardenales, el marco incomparable de toda la hermosura renacentista, hecha de verdad estética, y la responsabilidad de unos hombres, sobrecogidos por el momento, y a la vez amparados por la fe. Todo lleno de esplendor y sencillez a un tiempo. Porque Dios es así.

Cuando el maestro de ceremonias, el arzobispo Marini, dijo el “extra omnes”, y aquellos 115 cardenales quedaron detrás de unas puertas imponentes, toda la cristiandad se quedó en un suspiro, y todo el mundo en una curiosidad expectante. La soledad de 115 hombres puede ser muy densa, sin ninguna posibilidad de mediatizar y ser mediatizados. Ya es paradoja en una sociedad de la comunicación. Pero está el Espíritu. Ese soplo del Espíritu que siempre está al quite y que, casi metafóricamente agita las casullas de los cardenales en la misa de funeral por el papa fallecido, y pasa las hojas de los evangelios, y sabe detenerlas luego cerrando el libro, como diciendo: la vida se ha cumplido, ahora se inicia la Vida, así con mayúscula. Aquellos 115 hombres, sin embargo, no estaban solos en su soledad. Con la promesa de ese Espíritu que sopla y hace arder, estaba la oración inmensa, incesante, de toda la Iglesia, que llenaba las estancias de toda el área del cónclave: desde los espacios de Santa Marta, hasta las vigorosas figuras de Miguel Ángel que iluminan la historia del hombre. Y allí los cardenales, esos hombres solos pero acompañados por la comunión de los santos de la oración de todos los bautizados, veían, han visto, a un hombre creado y redimido, un hombre juzgado, y arrebatado por la misericordia de un Dios que no sólo es Juez, un hombre que entonces, como ahora, necesitaba y necesita de Dios. Un hombre que necesita, más que nunca, luz, la luz de una verdad que sostenga, de una belleza que haga vibrar, de un bien que se descubra y llene el corazón, de una esperanza que ilumine el horizonte. Toda la Iglesia allí, con sentido de orfandad, y necesidad de tener a un Pastor y guía.

Un único contacto: el humo. Algo tan sencillo como lo negro y lo blanco. La tristeza o la alegría. Y en una tarde plomiza de abril, aunque al principio resultara un poco incierto (como a veces ocurre), el blanco se abrió paso. Y sonaron las campanas.

Nervios e incertidumbre. Pero puede más la alegría. Para un hijo de Dios, para un hijo de la Iglesia ¿qué más da quién sea el Papa? Lo importante es que el Papa sea. Las etiquetas que las pongan quienes siempre ponen etiquetas. Para un hijo de Dios, para un hijo de la Iglesia, el Papa es, como decía una santa llena de fortaleza, y defensora del Papado: “el dulce Cristo en la tierra”. Y con eso queda dicho todo.

¿Quién es el Papa? Quien lo tenía que anunciar, el cardenal Medina Estévez, quizá consciente de la expectación, nos ha mantenido un poco en la incertidumbre, hasta que no le ha quedado más remedio que decirlo: Joseph Ratzinger.

Y este alemán tímido ha salido detrás de la cruz procesional y nos ha regalado su sonrisa, levantando los brazos de una forma singular, distinta a Juan Pablo II, distinta a Juan Pablo I. ¿Podía ser de otra manera?

Un hombre sencillo, un hombre lleno de la sencillez de un niño, con una tierna devoción a Nuestra Madre la Virgen. Un intelectual de primer orden. Y un obrero de la mies, que ha sabido estar a la sombra de Juan Pablo II. Ya es categoría humana e intelectual, cuando él también se ha codeado con filósofos y teólogos de primer orden.

¡Cuántas cosas se dirán de él! Pero hay una que es la que ha de quedar en lo más íntimo de nuestras almas: los cardenales, que estando solos estaban acompañados de toda la oración de los hijos de la Iglesia, escribieron un nombre en la papeleta que debían introducir en la urna, pero no pusieron un nombre cualquiera. Pusieron el nombre que el Espíritu les sugirió. Sí ese mismo Espíritu que hace que el viento sople impetuoso, y arda el corazón de mucha gente. El mismo Espíritu al que invocaron los cardenales antes de pasar al cónclave. El mismo Espíritu que llenó de fortaleza a los apóstoles cuando permanecían también solos, y encerrados, con María, en el Cenáculo.

El Espíritu ahora a nosotros nos está diciendo: “No tengáis miedo, tenéis un nuevo Pastor, según mi corazón”. ¡Qué hermoso es recordar las palabras que hoy leemos en el Evangelio, quizá las saboree hoy también nuestro nuevo Papa, Benedicto XVI: “Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”! Y todo, con María.

LA AMISTAD CON CRISTO, SEGÚN RATZINGER

Antonio R. Rubio Plo. Historiador y Profesor de Relaciones Internacionales

Quien haya tenido ocasión de leer la autobiografía de Joseph Ratzinger, se sentirá sorprendido en no pocas de sus páginas, aquéllas en las que el futuro Benedicto XVI evoca la Baviera en la que pasó tantos años, llegando a ser arzobispo de Munich. Esas páginas muestran a alguien que sabe amar y hacer amar la vida; un Ratzinger muy diferente de esa imagen tópica del asceta e intelectual frío y distante, cualidades que el tópico agranda si se trata de un alemán. En nuestras sociedades, en las que se quiere excluir no sólo la fe sino incluso la razón, el lugar del intelectual es incómodo, sobre todo entre tantos estímulos al libre arbitrio de las emociones, en un curioso retorno al individualismo romántico del siglo XIX. Si se trata de un intelectual católico, la incomodidad se hace mayor, pues puede encontrarse con la incomprensión de quienes, bienintencionadamente, consideran que la ciencia puede llevar al orgullo y a la vanidad, que el saber está reñido con el amor. Estos críticos olvidan, sin embargo, que detrás de cada creyente, intelectual o no, hay una experiencia personal de encuentro con Jesús, el Maestro que otorga los talentos en función de las propias capacidades.

Decía el futuro Papa en la misa que inauguró el cónclave que el cristiano tiene otra medida, muy superior a todas las ideologías y corrientes de pensamiento: “El Hijo de Dios, el verdadero hombre”. Así pues, la fe no es una adhesión ciega sino que está profundamente enraizada en la amistad con Cristo. Recordaba además el cardenal que en Cristo se unen la verdad y la caridad. Podríamos añadir que separar ambas es tan disparatado como retraer la razón de la fe. El resultado es un hombre – y un cristiano- incompleto, alguien que ha cometido el frecuente error de confundir una parte con el todo. Añadía el hoy Papa en esa histórica homilía: “La caridad sin verdad estaría ciega; la verdad sin caridad sería como un címbalo que resuena (I Cor 13, 1). Es un fiel retrato de nuestra época, entre los sentimientos irreflexivos y las palabras huecas. En ninguna de esas dos dimensiones habita el auténtico amor. El nuevo Pastor de la Iglesia no nos invita a buscar ese amor en la feria de los “ismos” sino en Cristo, el auténtico hombre donde coinciden la verdad y la caridad.

Quienes se fijan sólo en el párrafo de la homilía en que Ratzinger rechaza el relativismo como única y exclusiva forma de acomodación al mundo de hoy, acaso no han reparado en sus conmovedoras referencias a la amistad. El Papa, hombre de auténtica cultura como su predecesor, emplea una expresión latina que define la amistad: “Idem velle –idem nolle”. En realidad, esas palabras las pone el historiador Salustio en boca de Lucio Sergio Catilina, el conspirador que quiso acabar con la República romana en el siglo I a de C. El arrogante Catilina reúne a sus amigos y cómplices en un lugar reservado de su casa para exponerle sus planes, mas en su estudiada retórica, también hay palabras veraces sobre la amistad: “Querer lo mismo y no querer lo mismo, esto es al cabo firme amistad”. A este querer y no querer, a esta confluencia de dos corazones se refería Ratzinger en su homilía, y lo aplicaba al deseo de todo auténtico cristiano de configurarse en torno a Cristo, en cumplir su voluntad, camino seguro, pues seguimos a un Dios Amor.

La amistad supone cercanía con Cristo, proximidad que se manifiesta en su plenitud en aquella última cena pascual, en la que el Maestro, en su entrañable despedida les dice: “No os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos” (Jn 15, 15). Ratzinger recordaba estas palabras de la despedida del Señor, que son un llamamiento a profundizar en la amistad con Cristo. Pero la amistad requiere trato, y trato personal e íntimo con la persona amada. Hay que llenarse para llenar a otros de El. Es incomprensible que alguien viva su fe –y en definitiva, su amor- en la soledad. Ese amor tiene que desbordar para llegar a los demás, comenzando por los más próximos. El cristiano tiene que proponer –y no imponer- con alegría ese amor, que sigue esperando desde hace tantos siglos. No es una tarea para sus exclusivas fuerzas, no es obra de su mayor o menor entusiasmo. Su fuerza proviene precisamente de su amor, procede de ese Señor que le eleva a la condición de amigo. Tiene que rezar para que le ayude a dar fruto (Jn 15, 16), un fruto que permanezca. Sólo así , añadía el hoy Papa, “la tierra pasará de ser valle de lágrimas a jardín de Dios”.

BENEDICTO XVI O LA FE DE UN TEÓLOGO

Pedro Rodríguez. Profesor de la Universidad de Navarra

El recién elegido Papa Benedicto XVI nació en Marktl am Inn (Baviera) el día 16 de abril de 1927. Ese día era lo que se llamaba en Alemania Karsamstag y en España “sábado de gloria”, que anticipaba a la mañana del Sábado Santo la celebración de la Vigilia Pascual. Ese mismo día recibió las aguas del Bautismo. Fueron sus padres los que quisieron que el hijo fuera bautizado ¡cuatro horas después de nacer!, estrenando así las aguas bautismales recién bendecidas en aquella pequeña comunidad... El futuro Benedicto XVI, que cultivará de manera singularmente penetrante la escatología, siempre vio en esa jornada un símbolo de su propia imagen de la historia, y, en general, de lo que es la posición del cristiano en el camino de la vida terrena; dicho con sus propias palabras: vivimos “en las mismas puertas de la Pascua, pero sin haber entrado todavía”. Era Joseph el tercer hijo de una piadosa familia, en la que se hacía realidad vital —como he apuntado— la esforzada tradición católica de aquellas tierras. Los dos hijos varones, Georg y Joseph, entraron en el Seminario en su primera juventud y también se ordenaron sacerdotes; María, la hermana, queridísima en la familia y fallecida hace pocos años, fue la mano femenina que siguió cuidando de sus hermanos, especialmente de Joseph, con el que se trasladó incluso a Roma al ser llamado allí por el Papa Juan Pablo II.

Después de la guerra mundial pasó del seminario menor de Traunstein al Seminario mayor de Freising. Fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951 e hizo sus estudios superiores en la Universidad de Munich, donde se consagró su vocación teológica. Son ampliamente conocidos en el mundo teológico, traducidos a varios idiomas, los dos trabajos de estricta investigación que le llevaron al profesorado universitario, ambos realizados bajo la dirección de su principal maestro en aquellos años: el profesor de Teología Fundamental Gottlieb Söhngen. El primero, su tesis doctoral (1953), estaba dedicado a la doctrina de San Agustín sobre la Iglesia como Pueblo de Dios. Este libro juvenil es una de las más importantes monografías sobre la eclesiología de la época patrística y estaba llamado a tener una fuerte proyección ulterior.

Impresiona ver al gran dogmático de Munich, que fue Rector de aquella Universidad, el Prof. Michael Schmaus, citando una vez y otra en su gran Eclesiología -y no de manera colateral- los resultados de aquella tesis, hasta el extremo de hacer propia la definición de Iglesia que, a partir de Agustín, propone el joven estudiante recién doctorado. Después de este recorrido por los siglos de la antigua Iglesia, se introdujo el Dr. Ratzinger en los entresijos de la Cristiandad medieval, manteniendo siempre el horizonte agustiniano de su teología; se trataba ahora de la tesis de habilitación, que versó sobre la teología de la historia de San Buenaventura (1957).

Teólogo del Vaticano II

Estas dos investigaciones le permitirían adentrarse en la problemática actual de la teología con una singular solvencia, es decir, sabiendo -por decirlo con la fórmula clásica- quiénes somos, de donde venimos y a dónde vamos. Sobre esta base tan sólida comenzó su Profesorado universitario. Su primera llamada la tuvo en la Universidad de Bonn (1959-63), de donde pasó a Münster (1963-66), enseñando en ambas Teología Fundamental. Fue después llamado a Tubinga (1966-69), donde dictó su célebre curso Introducción al Cristianismo, para oyentes de todas las Facultades, que llegó a reunir más de mil alumnos. Fue un acontecimiento en aquella Universidad, que empezaba vivir momentos dramáticos, y el libro que recoge aquellas lecciones -traducido a 17 idiomas y continuamente reeditado- es uno de los escritos más sugestivos de la teología de nuestra época. Finalmente, en 1969 volvió a su querida Baviera natal. Aceptó, en efecto, la llamada de la Universidad de Ratisbona, donde enseñó, como antes en Tubinga, la Teología Dogmática. Allí permaneció hasta que en 1977, siendo Vicerrector de la Universidad, el Papa Pablo VI lo llamó a suceder al Cardenal Döpfner como Arzobispo de Munich, creándolo pocos meses después Cardenal de la Iglesia Romana.

Todos esos años de dedicación al profesorado están llenos de una intensa actividad docente e investigadora que, en esta breve nota, renuncio necesariamente a exponer. Me limitaré a nombrar tres libros, que abarcan los tres campos principales de su investigación y que debo calificar de fundamentales para quien quiera conocer el rumbo de la teología del Concilio Vaticano II. Me refiero, ante todo, a El nuevo Pueblo de Dios (1969), en el que se contienen los principales resultados de su investigación y reflexión eclesiológica, tema este en el que ha sido permanente su magisterio; después, a Teoría de los principios teológicos (1982), en el que describe el cuadro hermenéutico de la fe en su quehacer teológico ad intra y ad extra de la comunidad eclesial; finalmente, a su Escatología (1977), que forma parte de la colección de manuales de Dogmática Ratzinger-Auer y en la que el Autor pone a punto uno de los campos de la teología en los que el debate de este siglo había suscitado más interrogantes y perplejidades. El análisis que el autor hace de sus propias posiciones en la materia, me parece ejemplar y plenamente inserto en la más noble tradición del oficio teológico. No querría dejar de citar su pequeño gran libro de juventud, La fraternidad cristiana (1960), que me sigue pareciendo paradigmático de su manera de teologizar.

Durante aquellos años de profesorado universitario, la palabra y la pluma del Prof. Ratzinger eran cada vez más solicitadas y escuchadas. Sin duda, a esto contribuyó su destacada presencia, en plena juventud, en el Concilio Vaticano II, cuya preparación y celebración coincide con la actividad académica del Prof. Ratzinger en Bonn y Münster. Al Concilio acudió, primero, como asesor personal del Cardenal Frings, Arzobispo de Colonia, y, desde el segundo período, también como experto nombrado por el Santo Padre. Actuó decisivamente en los grupos de trabajo que preparaban las dos grandes constituciones dogmáticas del Concilio: Lumen Gentium, sobre la Iglesia, y Dei Verbum, sobre la Revelación divina. De todos es conocida la influencia que tuvo su obra Episcopado y Primado (escrita en colaboración con K. Rahner) en el planteamiento de la colegialidad episcopal. A los estudiosos de la historia interna del Concilio Vaticano II se ha hecho patente la autoridad de que gozaban sus dictámenes y sus intervenciones en las comisiones conciliares.

Del drama del primer postconcilio....

Los años de su docencia en Tubinga y Ratisbona, coinciden con lo que ahora -mirando hacia atrás ya con una cierta perspectiva histórica- podríamos llamar el "drama del primer posconcilio". Fue entonces cuando en aquellas tierras germánicas emergió con fuerza inusitada la figura de quien es desde ayer el Papa Benedicto XVI. El Prof. Ratzinger advirtió en toda su radicalidad que la creciente secularización que se extendía en la cultura de Occidente y cuyas raíces ideológicas él mismo ha contribuido de manera egregia a identificar y describir, pretendía apoyarse, paradójicamente, en las propuestas renovadoras del Concilio. No todos fueron conscientes de esta realidad, o no tuvieron el valor de decirlo. Otros estaban, sencillamente, dentro del oleaje. La cuestión que estaba en el fondo del drama era, en efecto, la interpretación del Concilio, sobre todo a la hora de comprender la posición del cristiano en la historia y las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Al prof. Ratzinger el tema se le presentaba con la máxima gravedad precisamente por haber sido él uno de los propugnadores más constantes de la necesidad de una profunda renovación de la teología católica: lo que en el lenguaje de la época se llamaba un "teólogo de vanguardia". Y lo era ciertamente, pero de verdad, es decir, avanzando desde el pleno sentido de la fe católica.

En el año 1966 tuve el honor de publicar en la revista "Palabra", de la que entonces era Director, un artículo del actual Romano Pontífice titulado Iglesia abierta al mundo, en el que el profesor de Tubinga escribía: "Si para la Iglesia, abrirse al mundo significara desviarse de la Cruz, esto la llevaría no a una renovación sino a su fin [...] No, el Concilio no ha podido ni ha querido suprimir el escándalo de la Cruz: lo que ha querido es hacerlo visible y accesible con toda claridad, y por eso ha querido apartar los escándalos secundarios". Treinta años después declaraba: "En el Concilio, mi principal objetivo había sido poner al descubierto el centro nuclear de la fe -que existía debajo de tanto cuerpo extraño- para darle impulso y dinamismo. Ese impulso es una constante en mi vida".

Detrás de estas palabras suyas su intenso y profundo sentido de la Revelación como acto de Dios y de la Tradición como realidad sustentante de la Iglesia. Una Tradición viva, viviente, que incluye a la Escritura, pero que no es sólo verbal sino recibida cada día y entregada de nuevo, de padres a hijos, en la comunidad de los creyentes, en la comunión de los fieles con sus Pastores, en la celebración común y orante de la Sagrada Eucaristía. Así se explica que él, uno de los teólogos más ilustres de nuestra época, pudiera decir: "Lo más importante para mí es y ha sido siempre no apartarme de la dirección que quedó grabada en mi vida desde la niñez, y permanecer en ella siendo fiel".

...a la actual coyuntura de la Iglesia

Ese sentido de la Tradición de la fe constituye a mi entender no sólo un rasgo característico de la teología de Joseph Ratzinger, sino el hilo que vertebra su extensa producción teológica, el criterio que permite comprender el concreto itinerario histórico -teológico y eclesial- que ha recorrido el actual Sucesor de Pedro: desde sus primeros escritos hasta sus conferencias e intervenciones siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pasando por su extensa bibliografía profesoral y sus intervenciones en los debates posconciliares. Una preclara inteligencia y esa vigorosa manera de hacer teología, antes y después del Concilio Vaticano II, hacían que Joseph Ratzinger destacara de manera singular en la difícil coyuntura de la Iglesia de los años 70 y 80. Se entiende que el Papa Pablo VI lo situara al frente de la Iglesia en Baviera, su patria; que el Papa Juan Pablo II encomendara después a este ilustre Pastor y teólogo la gravísima tarea del a Doctrina de la Fe; y que ayer los Cardenales, con una inesperada rapidez, lo eligieran para la Cátedra de Pedro desempeña en la Iglesia.

EN LA ESPERA DEL CÓNCLAVE

In medio Ecclesiae

Por José Luis Restán, publicado en Iglesia Digital.

Capilla Sixtina, en la que se eligirá el nuevo Papa“Sígueme”. Habrá otro, sin duda, cuyo nombre y rostro todavía desconocemos, que escuchará de nuevo esta invitación de Jesús a Pedro evocada por el cardenal Ratzinger durante la homilía de las exequias de Juan Pablo II. Lo escuchará bajo el imponente espectáculo de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, “entre el día de la Creación y el día del Juicio”. Aquel que sea llamado a colgar de su cinto las llaves del Reino, sentirá muy pronto que éstas tienen un peso muy singular, que responder a ese “sígueme” supone afrontar una aventura sin otro mapa ni otra brújula que el amor de Cristo presente en el cuerpo de la Iglesia.

“Otro te ceñirá”, le dijo Jesús a Pedro, es decir, no será tu plan, ni tu energía, ni tu ciencia, las que marquen el camino: para un hombre del siglo XXI, aunque sea cardenal de la Santa Romana Iglesia, tiene que se duro escuchar estas palabras. Bien recordaba el teólogo von Balthasar, que el ministerio de Pedro se basa en la confesión del amor realizada desde la evidencia de la propia miseria, una miseria que hundiría a cualquiera que no experimentase, al mismo tiempo, el abrazo irresistible de la misericordia de Dios.

Ya adivino la risa sardónica de más de un colega tras la lectura de estas líneas. Cuando escribo, la Congregación de los cardenales se ha reunido ya ocho veces, y se acerca el día de cerrar la puerta del Conclave y escuchar “¡extra omnes!” Los hombres de púrpura llegados de los cinco continentes se desayunan estos días con los análisis de los periódicos sobre el futuro de la Iglesia, con las quinielas de los vaticanistas, con la revelación de supuestos intereses geoestratégicos que harían más o menos grato, éste o aquel candidato, a las potencias de la tierra. Espero que atesoren alguna dosis de ironía, y que también comprendan el vértigo mediático que como un huracán envuelve estos días la Ciudad Eterna. No es para menos. Los revolucionarios franceses pronosticaron a finales del XVIII que “ese lama de Roma, desaparecería pronto de la historia”, y cuentan que Garibaldi se planteó arrasar la Basílica de San Pedro, para humillar definitivamente el poder de los Papas... Pero la historia es larga, y a pesar de todas las oscuridades y pecados de quienes han cuidado la heredad de Pedro, el Pontificado ha salido una y otra vez a flote, como si Alguien lo sostuviese; y con Juan Pablo II, ha tocado una especie de inesperado cenit. Él no tenía ejército, ni economía, ni grandes medios de comunicación en sus manos, pero el mundo entero se ha rendido clamorosamente al testimonio de la verdad que él encarnaba. Pueden desternillarse los cínicos, pueden intentar (¿no lo están haciendo ya?) pulverizar el acontecimiento que hemos vivido en torno a su cuerpo, pero está ahí, para alegría de unos e insuperable confusión de otros.

Los muros que rodearán a los cardenales a partir del Lunes no deben ser tan impermeables como para impedir que penetren tantos ecos. El eco de un pueblo cristiano que ha despertado su fe cansada al llamado del Papa Wojtyla: “¡Levantaos, vamos!”; pero también el eco de una humanidad cansada y deprimida, quizás como nunca en la historia, una humanidad hija de la ideología de la “muerte de Dios”. Por eso el mundo (¡no sólo la Iglesia!) necesita un pastor cuyas entrañas se conmuevan por ese dolor, por esa soledad apenas reconocida y pronunciada, que aflige a esta generación. Desde luego, un Papa jamás se puede entender aislado de la Iglesia. El hombre que esperamos se ha alimentado de ese Cuerpo y camina dentro de ese pueblo, pero hay algo que sólo le compete a él: tú eres Pedro, la piedra frágil sobre la que misteriosamente se edifica la Iglesia en la historia.

El nuevo Papa, colocado “in medio Ecclessiae”, deberá proseguir el diálogo de Juan Pablo II con el hombre extraviado y atormentado nuestra época; tendrá que cuidar con tenacidad para que la experiencia del cristianismo no padezca ninguna de las reducciones que siempre la amenazan (moralismo, ritualismo, culturalismo); arraigado en la Tradición viva de la Iglesia, deberá alentar nuevas formas de vida y de presencia cristiana, y sostener en el coraje de la fe a los creyentes cuando estos vacilen o se atemoricen; deberá proclamar la unicidad de Cristo, el único Salvador del hombre, y hacer progresar el diálogo con el Judaísmo, el Budismo y el Islam; sentirá en su carne la punzada de la división de los cristianos, y deberá gastar humildad para mostrar a los hermanos ortodoxos y reformados que su ministerio no es para el dominio sino para la unidad en Cristo; habrá de explorar con fortaleza y misericordia las fronteras de la bioética, y enronquecer mientras defiende el derecho de los pobres y los oprimidos, de los que tienen hambre de pan y de libertad..., y en fin, desde luego, no podrá eludir el escándalo de la pretensión cristiana (¡signo de contradicción!) en un mundo amenazado por lo que C. S. Lewis llamaba “la abolición del hombre”.

A estas alturas cualquier cardenal puede sentir que se le corta el aliento. ¿Quién podría, humanamente hablando, con esta carga? Pero la voz que le llegará de los frescos de la Sixtina no preguntará al elegido si está en condiciones de cumplir esta Agenda, sino tan sólo: “¿me amas? Entonces, sígueme”.

Bienvenido, Benedicto XVI.

Los artículos que recogen la elección de Joseph Ratzinger como nuevo Papa, rebosan alegría y esperanza, por un lado, o prejuzgan estricto rigor incompatible con una sociedad cómoda de costumbres laxas y que trata de olvidar lo que sea la ética y, sobre todo, repudia toda moral, especialmente la procedente del cristianismo.
Por esa razón recopilo aquí, como recortes de prensa para mi album de recuerdos, algunos artículos que en el primer día del pontificado de Benedicto XVI se han publicado.
Del ABC, voy a citar a todos los columnistas excepto a Luis Ignacio Parada:

EL PAPA DE UN MOMENTO HISTÓRICO

Por ANTONIO MONTERO MORENO Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz / ABC

No es la más apropiada una crónica contrarreloj, escrita febrilmente y a pie de televisor, tras el paso relámpago del Papa Ratzinger por la balconada de San Pedro, para trazar con devoción y respeto un perfil aproximado de su figura singular, ya en la alta madurez plateada de sus 78 años. Y menos, si quien la firma es un viejo arzobispo de su quinta, obligado a la cordura con Su Santidad y también con los fortuitos y generosos lectores de estas líneas. Pero mandan el reloj y las rotativas y no excusas que valgan. ¡Allá voy!

Con su dulzura, mesura y atractiva timidez, entra en la historia el nuevo Papa, rompiendo lugares comunes, obviedades y apreciaciones acríticas. Ingresó de Papa ayer tarde en la Sixtina, y de Papa ha salido esta tarde por la misma puerta majestuosa. Accede al Pontificado con mayor edad que Juan XXIII, el voluminoso Papa Roncalli, hoy ya beatificado. Y emprende su andadura, a la hora de la jubilación, cuando tantos han o hemos puesto en tela de juicio la longevidad y la debilidad física de los Papas. Ha salido al cuarto escrutinio y casi se tiene el atisbo de que si no llega a suprimirse en el Nuevo Estatuto del Cónclave el procedimiento electivo por aclamación pentecostal, quizá en esta ocasión habrían estado de más los cuatro escrutinios.

¿Es que los ciento quince cardenales, con una media de edad superior a los 70 años se han dejado arrastrar por la marea oceánica del fervor mundial hacia la figura de Juan Pablo II? ¿No hemos visto todos lo que, en expresión muy italiana «la rosa de los candidatos», con una docena de pétalos, todos ellos papables de alto listón? Ese era precisamente el reto de este Cónclave: ¿Cómo concentrar 77 votos sobre cualquiera de ellos, y además hacerlo pronto? Yo nunca pensé, lo saben muchos, que este Cónclave iba a ser tan rápido.

Entiendo ahora por qué los cardenales, cuyo cociente intelectual agraviaría a quien piense lo contrario, han captado la singularidad de este caso, asumiendo la responsabilidad de elegir a un hombre de edad avanzada, de gran nombradía, y por ende muy conocido, discutido y «fichado» por millones de católicos y no católicos. A sabiendas pues de que la elección generaría análisis rigurosos y también frustraciones y desencantos, los cardenales han compartido ante Dios, ante su conciencia, ante la opinión pública mundial y ante la Historia una decisión comprometida consciente y audaz, apostando por el bien de la Iglesia y de la Humanidad. Y dándonos así a cuantos lo esperábamos en vilo a quien ellos consideran en este momento exacto como el mejor Papa que la Iglesia y el mundo necesitan.

La elección de Ratzinger puede ser entendida como un continuismo, casi clónico, de Juan Pablo II, del que seguramente fue elector el cardenal Ratzinger en 1978, y a quien ha servido fielmente en la Curia Romana, desde el más alto menester de la fe, durante 23 años. Mas, quien observe con rigor los biotipos personales del Papa polaco y del Papa bávaro no dejarán de apreciar entre ellos unas marcadas diferencias, y quizá por eso se han compenetrado tanto. No concibo a ninguna de estas dos personas con inclinación para ser fotocopias, segundones o estómagos agradecidos de nadie. Muchos esperamos de Benedicto XVI un pontificado marcadamente distinto del de Juan Pablo II.

No veo al nuevo Papa como viajero incansable y líder de multitudes por todos los meridianos del planeta. El sabe que su fuerte no es el activismo arrollador, aunque sabe valérselas con acierto en las concentraciones humanas que acompañan ese oficio. Pero sé también que el nuevo Papa posee, y en alto grado, un encanto personal que irradia de su inteligencia y de su virtud. Sin escenificar lo más mínimo, son patentes la dignidad y unción religiosa que cautiva a cuantos se acercan a él. En ese sentido le encuentro más parecido psicofísico a Benedicto XVI con el Papa Pablo VI que con Juan Pablo II.

Ha sido para mí una sorpresa agradable que el nuevo Papa escoja el nombre de Benedicto XVI como hiciera en 1914 el arzobispo genovés de Bolonia Giacomo della Chiesa, que vivió muchos años en la nunciatura de Madrid y estuvo marcado siempre, en una Iglesia bastante cerrada entonces, por un talante liberal, y, ya de Pontífice, fue agente incansable de paz en la I Guerra Mundial. El nombre de Benito le es muy atractivo al nuevo Papa por su marcado europeísmo, tan propio de los monjes benedictinos. Por algo es patrón de Europa.

Sí; sé que no pocos temen ahora una involución, de conservadurismo a ultranza y acento fundamentalista, en el nuevo Papa. Se puede y debe ser tradicional y lúcido tutor de la fe y de los valores evangélicos, siendo a la par enérgico valedor de la dignidad del ser humano, de su libertad personal, y de los derechos inalienables que le asisten.

Tengo la seguridad como creyente y la convicción racional, por mi propia lectura del acontecimiento, de que Benedicto XVI ha sido puesto por el Espíritu Santo al frente de su Iglesia, no para dominar, achicar o infravalorar a nadie sino como servidor de Dios, seguidor de Jesús de Nazaret y servidor de todos los hombres. Yo le diría a él en italiano lo que le dijeron a san Pío X en ocasión gemela a la presente: ¡Coraggio Eminenza!

BENEDICTO XVI, EL PODER Y LA GLORIA

Por Valentí PUIG/ABC

A la magnitud agustiniana de la inteligencia de Joseph Ratzinger le ha correspondido iluminar la senda de un nuevo pontificado en la estela tan potente dejada por Karol Wojtyla. Hace unos meses, el cardenal Ratzinger asistía a un coloquio y dijo que, si bien el poder del hombre ha crecido hasta un límite inimaginable hace unos años, incluso siendo capaz de producir un hombre en un laboratorio, esta capacidad de producir no ha significado que aumentase igualmente su capacidad moral.

Por eso el relativismo que se transforma en un absoluto se convierte en contradictorio, destruye el actuar humano y acaba mutilando -dice Ratzinger- la razón. Este punto nuclear del pensamiento de Benedicto XVI conecta sin fisuras con la experiencia del pontificado de Juan Pablo II: la convicción de que el hombre es transparente y puede sentir en sí mismo la voz de la razón fundadora del mundo.

Después del Papa que escribía bellos poemas metafísicos, el Papa teólogo va a proceder a las reformas que sean necesarias en la Curia y pasará la mano por el «mapamundi» para captar las asperezas y las resistencias que el cristianismo tiene por delante. Para quien fuera arzobispo de Múnich y Freising, la constatación de que las catedrales de Europa están casi vacías determinará gran parte de su pontificado. A todo trance, recuperar Europa para la cultura católica, la Europa que su antecesor prefiguró al caer el muro de Berlín y que debiera irse formulando como una metapolítica del espíritu. Wojtyla decía que la libertad que vale la pena tiene una estructura moral.

Siendo cardenal, el Papa Benedicto XVI observó alguna vez que la fe resurge entre los jóvenes de todos los continentes, pero que quizá se deban abandonar las ideas de iglesia nacional o de masas: tiene ahora ese reto titánico ante sí, como líder del cristianismo en una época de la historia de la Iglesia que será muy diferente, en la que se volvería a ver «una cristiandad semejante a aquel grano de mostaza». Esa es la geoestrategia del nuevo pontificado en busca de una ilustración cotidiana e histórica de la magnanimidad. Vastas porciones del planeta esperan su magisterio, en la Iberoamérica en la que penetran las iglesias evangélicas, en esa África que a veces parece irrecuperable, en un mundo asiático que hará oscilar los ejes del nuevo siglo. A Benedicto XVI le corresponde precisar el diálogo posible con el islam.

Buscar método inquisitorial o inercia dogmática en la intensa mirada de inteligencia y comprensión -de alegría, también- del nuevo Papa es propio de las simplificaciones mediáticas de nuestro tiempo. Nuevas categorías del mal no le faltarán para aplicar su magisterio. ¿Progresista o conservador? ¿Continuista o renovador? ¿Restauracionista u hombre de visión? Todas esas cosas las fue Karol Wojtyla a la vez, como puede serlas Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI. Va a ver la irrupción de los robots, tantos desafíos bioéticos, la vida en el espacio, al tiempo que no poca verdad permanece insuperada en los episodios de Nazaret y el Gólgota.

EL PODER DEL PONTÍFICE

Por M. MARTÍN FERRAND/ABC

LA homilía del cardenal Joseph Ratzinger en la misa «pro eligendo Romano Pontífice», todavía caliente en el paisaje de la actualidad, nos centra y, si se apura, hasta nos ahorra cualquier interpretación improvisada o ligera de la personalidad del nuevo Pontífice. Decir de él que será un «Papa conservador», como ayer se atropellaran en decir la mayoría de los comentaristas de la radio y la televisión según humeaba en blanco la fumata vaticana, es algo tan vacuo como apuntar que será un Papa cristiano. No faltaba más. El péndulo que lleva del progresismo a la reacción tiene un recorrido tan corto que sólo puede medirse con las ganas de ver de un modo u otro que aporta el observador.

Culturalmente hablando, y al margen de otros valores más profundos y trascendentes, resulta reconfortante que el nuevo Papa haya elegido para el ejercicio de su responsabilidad el nombre de Benedicto. No por su muy respetable continuidad de Benedicto XV, sino por la invocación del primer Benedicto, el santo creador de una norma monástica que, aceptada todavía hoy por las Iglesias cristianas, es uno de los fundamentos esenciales de la construcción espiritual del Viejo Continente. Europa padece, véase con ojos conservadores o progresistas, una crisis en sus valores espirituales y deseable es que, en más o en menos, nos reencontremos con ellos para poder seguir siendo, en un mundo globalizado, la referencia del pensamiento, el arte y todos los valores que, con raíz griega y romana, consagra el cristianismo.

La Iglesia, ninguna de las iglesias, es una institución democrática. No tiene que serlo ni por razones de fe, que convierte las ideas en jerarquía, ni por razones de organización social, que limitan a la voluntad individual y libérrima el acatamiento y la asunción de los supuestos y dogmas que, con centro en el Vaticano, alcanzan al mundo entero. De ahí que carezca de sentido el enjuiciamiento del proceso electoral del nuevo Pontífice en su mero y simbólico aspecto temporal. La «dictadura del relativismo», el último argumento del cardenal Ratzinger, ha dado paso a una nueva dimensión del Papa Benedicto XVI. Esa es la clave profana de una institución que a lo largo de veinte siglos ha servido de armazón a un periodo en el que se incluyen cuatro quintas partes de la Historia en la que el individuo es la unidad deseada para la medida de la realidad.

El poder real de un nuevo Papa, como demuestra la realidad que nos presentan los predecesores de Benedicto XVI, es inmenso y sobrepasa los límites de la geografía política y del Derecho Internacional. Es un poder moral que, en nuestro mundo, es el único que puede servir de contrapeso a la escasez, o la ausencia, de valores intangibles y que, considerados por muchos como decadentes o anacrónicos, son vertebrales para mantener enhiesta la dignidad de las personas. De ese poder cabe esperar la función de punto de apoyo que requiere la palanca de nuestro tiempo.

BENEDICTO XVI

Por Jaime CAMPMANY/ABC

CUANDO es elegido un nuevo Papa, suele ser un dato significativo de su carácter o de sus propósitos el nombre que toma. El cardenal Ratzinger, quien por cierto entró papa en el cónclave y papa salió de él, tomó el de Benedicto XVI cuando muchos esperaban que prefiriese ser llamado Juan Pablo III. Al fin y al cabo había sido el ideólogo de guardia del Papa Wojtyla y su cercanísimo colaborador. Benedicto XVI. Y enseguida saltaba la pregunta: Pues, ¿quién había sido Benedicto XV?

Giácomo della Chiesa, Jaime de la Iglesia, se llamaba aquel Benedicto nacido en Roma, y fue un papa entre Píos, como quizá Ratzinger esté destinado a ser un papa entre Juan Pablos. Sucedió a Pío X y después de un pontificado breve dejó el solio a Pío XI. A Benedicto XV podemos llamarle el Papa de la Paz. Cuando murió Pío X acababa de estallar la Primera Guerra Mundial, y el papa Della Chiesa se esforzó hasta lo infinito en promover y predicar la paz. Su primera encíclica se llamó significativamente «Pacem Dei».

Benedicto XV quiso ser papa para la paz y la reconciliación. Los dos bandos beligerantes en aquella guerra, medio mundo en cada trinchera, pretendieron que condenara al adversario, pero el Papa se mantuvo en su propósito de llamar a todos a la concordia y a la conciliación. Quizá en alguna de estas circunstancias del pontificado de Benedicto XV podamos encontrar uno de los ejemplos que haya despertado el deseo de imitación en el espíritu de Benedicto XVI. Quizá el nuevo Papa quiera explicarlo alguna vez.

Su recentísima homilía en la que avisa claramente de los peligros de la «relativización» nos ofrece un adelanto de la idea básica y los fundamentos morales y filosóficos de lo que será el papado que ahora empieza y la orientación por donde marchará la Iglesia en los años venideros. Los criterios más firmes en lo moral que han sido mantenidos durante el largo pontificado del papa Wojtyla fueron construidos y ordenados por el cardenal Ratzinger. Todo parece indicar que en ese sentido la línea de la Iglesia no va a sufrir ruptura alguna. En las primeras palabras del nuevo Papa, desde el balcón del Vaticano, hace el anuncio de que, «después del santo Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, que soy un humilde trabajador en la viña del Señor». Esa no es la confesión de un revolucionario.

La Iglesia Católica, lenta y prudente como siempre al través de los siglos, ha optado, sin mucho debate y sin muchas vacilaciones, por un papado corto, puesto que Ratzinger tiene 78 años. Y también por una etapa de transición, sin apresurarse a correr aventuras doctrinales ni aceptar las novedades surgidas en algunos sectores de la sociedad actual que chocan frontalmente con la enseñanza tradicional de la moral católica. Los que esperaban un sucesor de Juan Pablo II que pusiera patas arriba esas enseñanzas seculares quizá lo hacían desde posiciones lejanas a la predicación de la Iglesia católica, apostólica y romana. Las modas, tanto en la vida como en el pensamiento, van por el lado de atención a la novedad, y las normas de la Iglesia van por un camino sin prisas y con la cautela de mirar hacia la eternidad. O sea, a la «pacem Dei».

RATZINGER YA NO EXISTE

Por Antonio BURGOS/ABC

EL cardenal Ratzinger ya no existe. Del Vaticano a la Giralda, lo anunció la voz de bronce de las campanas de la Cristiandad. Hablaban en latín, como el cardenal Medina al hacer el anuncio. El bronce de la verdad siempre habla en latín, que es la lengua materna de Dios. Las campanas anunciaban que el cardenal Ratzinger ya no existe, como un día dejaron de existir en la solemnidad de mármol de un balcón ante la Historia de la Cristiandad otros que le precedieron. Wojtyla, Montini, Roncalli, Pacelli también dejaron de existir al ser elegidos papas.

En el balcón del Vaticano, revestido con el poder y la gloria de San Pedro, no vi, por tanto, a cardenal alemán alguno. Vi al Papa. Sencillamente al Papa. Con solideo de Papa y estola del Papa vi a Benedicto XVI. Vi la continuidad de una Iglesia con la que no han podido los siglos. Un Papa que estaba donde tenía que estar, como tenía que estar, a la hora exacta, representando cuanto significaba. De lejos, sobre la balconada, era simplemente el Papa. Y como los que estaban en la plaza lo sabían de antemano, antes de conocer el «gaudium magnum» ya aplaudían. ¿A quién? Al Papa. A cualquiera que fuera quien instantes después fuese proclamado Papa. Benedicto Dieciséis, acostúmbrense al nombre con el ordinal así puesto. Olvídense de Decimosexto, como nos olvidamos de Vigesimotercero con Juan Veintitrés o de Decimosegundo con Pío Doce. Un 16 en la espalda es número de galáctico. Para jugar la Championlí de lo Políticamente Incorrecto.

Me encanta Benedicto XVI porque será el Papa de lo Políticamente Incorrecto. Lo siento por los pancarteros, por los pegatineros, por los abortistas, por los paritarios, por los que llaman matrimonio a cualquier arrejuntamiento. Qué disgusto más gordo tendrán quienes toman el bienestar, la comodidad, el dinero y el hedonismo como medida de todas las cosas... Si mosqueados estaban con la homilía del cardenal Ratzinger en la misa «Pro eligendo Papa», ahora tendrán que ampliar su capacidad de cabreo. Es su paradoja y su contradicción: ellos no creen en Dios, no creen en la religión católica y mucho menos en el Papa, ¡pero se cogen unos cabreos cuando la Iglesia no sigue el dictado de la moda de lo Políticamente Correcto y dice ni más ni menos que lo que debe en materia de fe, de moral, de justicia social, de eso tan desfasado como los principios y los valores!

Si para algunos el cardenal Ratzinger ya no existe y la Iglesia alinea como punta del ataque para los tiempos que corren al galáctico 16 de Benedicto, prepárense para escuchar una y otra vez el apellido del Papa como una ofensa. Los que a Juan Pablo II llamaban «el polaco» y Wojtyla como las mayores de las ofensas ya tienen cargadas sus armas de repetición de demagógicas con «el bávaro» y Ratzinger. De inquisidor para arriba, prepárense a escuchar lo peor:

-¡Oído, cocina! ¡Que sea una de Torquemada para aquí los señores de la progresía!

-¡Marchando!

Cuando vea que alguien le llama Ratzinger a Benedicto XVI, no se meta en mayores honduras: verá, tras el ataque descalificador de su persona, qué defensa más linda del aborto sigue, o qué primoroso ardor en la apología del matrimonio de homosexuales o en el humanitario alegato a favor del homicidio, perdón, de la eutanasia. Como todos no vamos a ser iguales, como todos no vamos a claudicar ante la dictadura de la conveniencia y del relativismo que el propio Papa ha denunciado a pie de cónclave, les advierto que a partir de ahora mi procesador de textos queda desprogramado para escribir la palabra Ratzinger. Automáticamente pondrá Benedicto XVI. Dejemos eso de Ratzinger para esos a los que ahora tenemos que dar el pésame por la elección de un Papa de la Fe, de la Moral, de la Verdad y de la Libertad. Aunque ellos no crean en el Papa. Que es lo más divertidamente contradictorio de todo.

EL FUNDAMENTALISTA CON FUNDAMENTO

Por Ignacio RUIZ QUINTANO/ ABC

AL maestro Jiménez Lozano, que las cogía al vuelo, quería dedicar uno la última de estas volaterías de miércoles, entre lisérgicas y mudejarillas, que terminan. Siendo la última, su tono podría parecer triste, solitario y final, a lo Osvaldo Soriano en el cementerio de Los Ángeles, cuando, husmeando en la vida de Stan Laurel y Oliver Hardy, tropezó con Philip Marlowe: «Hasta la vista, amigo. No te digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.»

Por cierto, que la cita de «El largo adiós» viene a ser como el «requiescat in pacem» que ha hecho suyo (claro que para el prójimo) esta izquierda nuestra que, como es divina, conoce, como Tomás de Kempis, la nadería de las cosas y sabe que, tratándose del otro mundo, lo mismo da llegar un poco antes o un poco después, aunque siempre quedará más progresista (en los prójimos) hacerlo antes.

«¡Vivan los médicos de Leganés!», rezaban ayer en su responso de progreso -del «progreso indefinido» de que tanto tabarreó Castelar- los manifestantes de la izquierda por las calles de Madrid. Pues que vivan los médicos de Leganés. Y los ingenieros del Carmelo. Pero, en el entretanto, a ver si pueden vivir también los vecinos sin pisos y tantos pacientes sin posibles ni latines. (Tan sin latines, ay, como Carmen Calvo, la de «¡Dori, por fin somos ministras!», que ha reducido el escolástico «dixit» a una jerga egabrense de miserables roedores llamados Dixie y Pixie.)

Extrañamente a la misma hora, en el cielo de Roma, unas volutas de humo blanco y las campanas tocando a gloria -humo y campanas en un siglo sin fe, pero con Internet- anticipaban al mundo las palabras formidables: «Annuntio vobis gaudium magnum Habemus Papam.» Un cardenal alemán, martillo de una posmodernidad podrida de silogismos y herejías, se había convertido en Benedicto XVI. Y ahora, ¿qué?

Ahora volvemos a la persecución de la verdad, que, según Gellner, siempre se ha regido por las leyes de la caza. Dos son los cazadores: el relativista y el fundamentalista. El tercer cazador, el puritano ilustrado, con el que Gellner hubiera simpatizado de haber tenido que hacerlo con alguno, se ha perdido. No quería caer en la tentación de abrazar la fácil posición relativista y, en cambio, compartía con el fundamentalista el supuesto de que la verdad es única, sólo que no creía poseerla él. Este puritano ilustrado se alejaba tanto de lo concreto que no podía ni atraer a las masas ni ayudar a alguien que se encontrara en una auténtica crisis. El fundamentalista lo despreciaba, y el relativista, también.

El relativista, si seguimos al pie de la letra la brillante exposición de Gellner, brujulea en los ambientes académicos y es más ruidoso que influyente: por el mero hecho de rechazar una verdad única pretende estar en posesión, no sólo de la verdad, sino de la virtud, y se ve como el heredero de una especie de revelación inversa: la que proclamó la igual validez de todas las verdades. El relativista, un progre después de todo, completa su imagen presentando su posición como una señal de excelencia moral.

En cuanto al fundamentalista, dice Gellner que no se lo estima apropiado para una sociedad cortés, pero que es fundamental por su fuerza: representa una reacción contra el fácil ecumenismo relativista que asegura la tolerancia vaciando de contenido la fe. El fundamentalista sostiene que la fe significa lo que afirma, y acusa al relativismo de falta de seriedad y de consecuencia, dado que un sistema de creencias tan ambiguo no puede procurar a nadie verdadera convicción moral. Y, si los editorialistas de progreso no consiguen hoy que resigne sus poderes, ése será el fundamento de Benedicto XVI.